martes, 27 de enero de 2009

Caspar David Friedrich (1774-1840)


“Sus cuadros deben su extraordinaria fuerza menos a los símbolos que a su sutileza visual, una manera única de contemplar y de representar, esa extraña e intensa polaridad de la proximidad y la distancia, del detalle preciso y el aura sublime. El punto de mira rara vez es el de un naturalista con los pies en el suelo. Con Friedrich lo usual es que nos encontremos suspendidos en el aire.” (Hugh Honour, El Romanticismo)

Figura clave el arte alemán a caballo entre los siglos XVIII y XIX, Caspar David Friedrich, consiguió elevar al paisaje hasta cotas que nunca antes se habían alcanzado, convirtiéndolo en un transmisor de sensaciones, de contenidos simbólicos y místicos, como nunca antes se había hecho, y que se convertirá en una de las señas de identidad del torturado romanticismo germánico.

La presencia de la figura humana es casi anecdótica, pero no por ello menos evidente, un ser humano que en muchas ocasiones se siente perdido ante la naturaleza que le rodea, a veces amenazante, un ser consciente de su pequeñez ante el mundo natural al que se asoma con temor y reverencia a sus acantilados, o se queda mirando al mar tal vez intentado penetrar en su inmensidad. Otras veces, lo eleva sobre las montañas y deja que su miraba planee por encima de la niebla y busque otros picos más allá, y tal vez en ese momento, darse cuenta de lo absurdo que resulta querer aprehender de un solo golpe de vista todo lo que le rodea. Personas que no se comunican con el espectador, al que le dan la espalda, ausentes, ensimismados en sus pensamientos o en conversaciones privadas a las que no tenemos derecho a acceder. Un ser humano que en su presencia “ausente” amplifica el sonido de la naturaleza, éste nos llega de una forma más clara, nítida, sin ningún elemento que lo distorsione.


Unas obras que nos hacen llegar la visión interior que el artista tenía de una realidad natural infinita, inconmensurable, ya se trate de cielos nublados o abiertos, las montañas, el mar, el bosque o el árbol solitario que eleva sus ramas retorcidas y desnudas hacia un cielo al que parece pedirle una ayuda que sabe que no le dará.

Friedrich presta atención a “fenómenos o aspectos de la naturaleza que significaron poco o nada para los paisajistas anteriores a Friedrich, concretamente: niebla a orillas del mar, campos arados, bancos de nubes al atardecer en un cielo iluminado por el resplandor del sol poniente o diseminado con estrechas brechas luminosas, el crepúsculo en montañas y en bosques y en una bruma invernal sobre la nieve recién caída”. (Fritz Novotny, Pintura y escultura en Europa 1780-1880). El mismo autor, cita dos frases el escultor francés David d’Angers escritas después de la visita que hizo al taller del alemán en 1834: “Aquí hay un hombre que ha descubierto la tragedia del paisaje”; “El alma de Friedrich es sombría; entendió perfectamente que puede utilizarse el paisaje para pintar las grandes crisis de la naturaleza”. 


Paisajes en los que en ocasiones aparecen ruinas de antiguas abadías y cementerios, en medio del bosque nevado, que imponen una presencia salida de entre la niebla, como paisajes de un mundo que está más allá del que podemos percibir con nuestros sentidos, y que muy en la línea del romanticismo, tienen un aire gótico, por aquellos años el estilo arquitectónico más admirado, entre otras razones por su relación con lo natural, por el recuerdo a los bosques y los árboles con sus ramas arqueadas, además del simbolismo que se oculta detrás de todos y cada uno de los elementos que dan forma a una catedral gótica.

Son obras las de Friedrich que piden que el espectador se involucre en ellas, que las mire con atención, que las “piense”, porque tienen un algo que seguramente no sabremos definir con exactitud, pero que notamos que nos atrae, que nos hace poner toda nuestra atención para “escuchar” el mensaje que el artista nos sigue enviando a través de los siglos. Obras en las que se dan la mano la historia, la mitología, la religión (Friedrich se educó en la fe luterana), la literatura, la arqueología, entre otras, para crear unas obras que unas veces nos sobrecogen por ese algo intangible que está ahí, y otras veces nos estremecen por su belleza.

El pintor falleció en la ciudad de Dresde en la pobreza y sumido en un estado de profunda melancolía, ese que tantas veces había reflejado en sus obras.

4 comentarios:

Meri Pas Blanquer (Carmen Pascual) dijo...

Extraodinaria entrada amigo, la obra de Friedrich es impactante...la impresión que produce en el alma va siempre "más allá".

Un placer para los sentidos...y además en tu rincón me alegra especialmente!!

Un abrazo

Alfredo dijo...

Gracias. Es prácticamente imposible permanecer impasible ante la obra de este pintor, hasta el más modesto de sus árboles nos plantea cuestiones inquietantes. Es fantástico.

Besos.

(Diego Loayza) Oneiros dijo...

Excelente artículo... es tan interesante como problemático y hermoso el tránsito entre el romanticismo y el simbolismo. Entre Friedrich y Böcklin se ve la misma que entre el momento previo entre la ensoñación y el sueño... ahí radica quizás la diferencia esencial entre estas dos escuelas. En el romanticismo, el símbolo es latente, en el simbolismo (vaya la redundancia) éste se hace patente. El romanticismo invita, sugiere; se aprovecha del naturalismo y, sobre todo, de la sutileza de los estados de la naturaleza para transportar, por sugestión, a un paisaje interior. El simbolismo pinta directamente el paisaje interior. No es extraño que el segundo derive del otro como el sueño deriva de la ensoñación previa. Vivan los vanguardistas y los decadentes de todas las épocas y estratos del orbe: Desde Caravaggio hasta Dave Gahan, desde Arturo Borda hasta Edgar Allan Poe. PINTORES DE LA NOCHE HUMANA.

Alfredo dijo...

Gracias por un comentario más que erudito y con el que no puedo más que estar de acuerdo. Böcklin es un artista que tengo en cartera para asomarlo por estos lares.

Saludos!!