martes, 29 de septiembre de 2009

Anthony Caro (New Malden, Surrey, Inglaterra, 1924)


“El valor del arte no está en el material. Hasta hace poco he trabajado con materiales cotidianos porque el valor está en el trabajo, reside en su estética.”

Este británico es, por derecho propio, uno de los escultores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX y de lo que llevamos de XXI, gracias a una serie de piezas que tiene en la abstracción y en el uso de materiales de todo tipo (metal, acero, papel, terracota…), señas de identidad que marcan una trayectoria artística enormemente coherente desde los años 60.

Después de sus estudios, entraría durante un par de años como ayudante del no menos grande Henry Moore, que será una de las influencias fundamentales en su obra. Sin embargo, el momento decisivo se produjo a principios de los años 60, momento en el que viaja a los Estados Unidos donde conocerá las esculturas abstractas de David Smith y de Kenneth Nolan, influencias que se vendrán a sumar a las de Picasso, las de Julio González, y algunos otros, para generar el estilo personal de Caro.


A su regreso al Reino Unido, Caro decide empezar a ensamblar piezas metálicas por medio de soldaduras, para dar forma física a sus ideas artísticas, piezas que ya no se elevan sobre un pedestal sino que se colocan directamente sobre el suelo, como promulgaban los escultores minimalistas, lo que permite una mayor y mejor relación con un espectador que no se siente abrumado por una obra que, en muchas ocasiones, es de grandes dimensiones y que según desde el lado que se observe transmite unas sensaciones diferentes.

Una escultura que se integra en los paisajes naturales sin imponerse a ellos, sin modificarlos de una forma dramática. Obras metálicas que o bien se dejan que sigan el proceso de oxidación normal o bien se pintan con colores (rojos, amarillos…) que ayudan a la falsa sensación de levedad que tienen algunas de sus composiciones.



Caro entra de lleno en la abstracción pura, exprimiendo para ello todas las posibilidades de los materiales, y optando por el ensamblaje antes que por el modelado. Obras que se replantean continuamente conceptos como el de escala, el de superficie, el de forma y el de espacio, de tal forma que cada obra de este escultor pueden entenderse como un tratado completo de todas esas cuestiones.

El interés de Caro por la arquitectura le llevó a crear lo que llamó sculpitectures (escultepturas, podríamos decir), palabro bajo el que se ocultan una serie de piezas que el espectador puede contemplar desde su interior y que remiten, de alguna forma, al lenguaje más clásico de la arquitectura.

“Creo que todo mi trabajo es intimista. Intento que mis piezas funcionen como alguien a quien hablo y me responde, no pienso que porque sean grandes sean menos íntimas.”

domingo, 27 de septiembre de 2009

Hard Candy (David Slade, 2005)


Dos personajes, un interior y mucho diálogo y mucha tensión, son los ingredientes básicos de una película que hace recordar a otras del mismo tenor como La Huella o La muerte y la doncella. Una película la que nos ocupa que se llevó los parabienes del Festival de Cine de Sitges (mejor película, mejor guión y premio del público), y la base de la misma es una noticia que el productor David Higgins, leyó en la prensa acerca de un grupo de chicas jóvenes que contactaban con hombres mayores a través de Internet para atraerlos a una cita con una de ellas para encontrarse con un grupo de chicas que le daban una paliza.

Esa noticia se convirtió en la historia de una niña de 14 años que contacta con un fotógrafo de 32 a través de un chat, y a partir de ese encuentro se genera una historia en la que la tensión va creciendo hasta el clímax final, y en el que los personajes son el elemento fundamental junto a un guión muy bueno.


Una película que coloca al espectador en una situación de incomodidad durante todo el metraje, ya que si se inicia con una situación perturbadora por el encuentro entre una preadolescente y un hombre adulto, con todas las connotaciones que eso conlleva, a partir de ahí nos sube a una balancín que hace que nuestras simpatías vayan oscilando hacia los dos lados de la balanza y nos termina dejando en un paisaje sin horizonte sin saber muy bien que camino tomar.

Bella, fría, encantadora, aterradora, como la ha definido Ramón Ruestes, en mi opinión muy acertadamente, nos encontramos ante una película que transmuta el cuento infantil de Caperucita Roja en una versión aterradora del mismo, en el que los papeles se cambian absolutamente para llegar a un final ciertamente impactante.


Guión que rehúye los estándares sangrientos, de las imágenes truculentas, de la violencia gráfica, para llevarnos por los terrenos del terror psicológico, con unos diálogos que, en varias ocasiones, dejan en el aire temas para la reflexión nada baladíes. Fuerza que además, se apoya en una sucesión de planos cortos y medios que nos muestran todos los estados de ánimo de unos personajes a los que dan vida magistralmente Ellen Page y Jeff Kohlver.

Hablando de esta película, su director ha dicho que “siempre me interesaron las relaciones entre personajes que acaban destrozándose y destrozando al espectador” y eso es mucha verdad aplicada a esta historia “provocadora, inquietante e incómoda”, en palabras de José Luis Palacios.



martes, 22 de septiembre de 2009

Zeng Fanzhi (Wuhan, China, 1964)


Como una especie de cruce entre Francis Bacon y Tim Burton. Así se ha llegado a definir una parte importante de la obra de este artista chino, que tiene en el expresionismo (Max Beckman fue una de sus referencias) la primera de las piedras angulares de un estilo que con los años ha ido evolucionando hacia una suerte de simbolismo, pero siempre con una forma de pintar absolutamente personal y reconocible.

En los primeros años 90, Fanzhi se gradúa en Bellas Artes, y para su proyecto final decidió dejar de lado los postulados realistas, esos que tanto gustan a las dictaduras independientemente del signo político que tengan, y presentó una serie titulada Hospital, en la que daba rienda suelta a todo el expresionismo del que fue capaz. Una serie caracterizada por su violencia, por presentar unas figuras de médicos y enfermos que parecen mantener una relación sadomasoquista, y en la que con la pincelada y el color logra transmitirnos una sensación de angustia, de dolor.


Figuras excesivas, de manos desproporcionadas, y que concentran toda su expresividad en unos ojos que nos hacen llegar toda la angustia, soledad, depresión que llegamos a sospechar que siente el propio artista.

En marzo de 1995 en la Hanart T Z Gallery, se expuso una nueva serie de pinturas que este artista había empezado a desarrollar un año antes y que supusieron un auténtico billete a la fama. Me refiero a la serie que tituló Máscaras, en la que los postulados pictóricos ya han sufrido algunos cambios en relación a aquella primera.

Los protagonistas son personajes a los que esconde detrás de una máscara que les oculta el rostro, traslación de la máscara con la que caminamos los seres humanos todos los días en medio de una sociedad alienada, y en la que nadie, o casi nadie, es lo que parece, y que utilizamos para crear barreras con los congéneres que nos rodean. Para esa serie la paleta del pintor cambia, pierde algo de aquella agresividad inicial, para unas figuras que se colocan ante fondos abstractos, sin referencia concreta, se reduce la paleta cromática, y los personajes aparecen más calmados mientras el protagonismo de las manos se reduce y, en ocasiones, las oculta en los bolsillos.


El lenguaje artístico, como señala Huang Du, adquiere unos tintes más simbólicos y metafóricos mientras que los elementos expresionistas se reducen. “El artista se fija en la forma de vida de la humanidad, la distorsión del espíritu humano, la personalidad dual de los esquizofrénicos, y la extrañeza y la distancia entre la gente”, explica el mismo Du, en un mundo el que el Fenzhi piensa que la alienación parece ser algo inevitable.

Con el cambio de siglo y de milenio se producirá otra modificación sustancial en el estilo de Fenzhi. En 2003, en el tríptico titulado Me (Yo), empieza a utilizar la técnica de pintar con dos pinceles al mismo tiempo sujetados en la misma mano, uno de los cuales “simboliza la idea dominante basada en el hábito, la lógica y la experiencia, mientras que el otro, que se mueve en dirección contraria al primero, tiene que ver con la libertad, lo ilógico y lo accidental”, en palabras de Huang Du. De esa forma logra hacer convivir en una misma obra lo racional y lo irracional, la imagen real y lo abstracto.

“La claridad, simplicidad y elegancia de su estilo son una exacta manifestación de lo abstracto de su lenguaje artístico, una combinación de libertad, fuerza y ritmo” (Huang Du)

domingo, 20 de septiembre de 2009

Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959)

En una desolada Hiroshima postnuclear, se desarrolla una desoladora historia de amor entre una actriz francesa y un arquitecto japonés. Una historia que se desarrolla en un presente marcado a fuego por las consecuencias de la bomba atómica, pero que está indeleblemente marcada por el pasado, un pasado lleno de recuerdos que les gustaría dejar atrás, pero que marcan de forma dramática un romance de tres días. Un pasado que convierte en imposible el presente.

Lo que empezó siendo un reportaje sobre las consecuencias de la explosión nuclear, terminó convirtiéndose en una de las películas antibelicistas más importantes de la historia del cine, en una historia de amor inolvidable, y fue uno de los hitos fundacionales del movimiento cinematográfico francés conocido como nouvelle vague. A todo eso contribuyó, y mucho, el excelente guión de Marguerite Duras.


Una francesa y un japonés que viven una historia inquietante, de profundas soledades que sólo en el calor de los cuerpos son capaces de encontrar algo de paz, pero también de dolor, de deseo incontrolable modulado por las palabras pero, sobre todo, por los silencios. Una vivencia angustiosa del amor en una ciudad rota por las consecuencias de la bomba atómica y, quizás por eso, la única ciudad en la que tiene sentido hablar del amor. Hiroshima es la ciudad del amor.

Los recuerdos, las vivencias se van entretejiendo con el presente, sobre el que prolongan su sombra, mientras las frases se repiten con insistencia en un ambiente atormentado, angustioso por la imposibilidad de deshacerse de esos recuerdos. Los dos han sido marcados por la guerra, y de la necesidad de sentirse vivo en medio de la tragedia.

Eso nos lo cuenta el director con un montaje en los que los flashbacks son una constante, junto con el uso de las imágenes que iban a dar cuerpo al documental originario, creando una narración en la que presente y pasado se entrelazan de una forma tal que el espectador queda atrapado en la tela de araña, y ya sólo podemos seguir el hilo que se nos va ofreciendo para ir desentrañando los misterios que ocultan los personajes a los que dan vida de una forma extraordinaria Emmanuelle Riva y Eiji Okada. Una película que tuvo un excelente recibimiento tanto por parte del público como de la crítica, que se llevó la Palma de Oro de Cannes en 1959.

Diálogos

Ella.- ¿Contra quién, la cólera de ciudades enteras? La cólera de ciudades enteras tanto si lo quieren como si no, contra la desigualdad establecida como principio de ciertos pueblos contra otros pueblos, contra la desigualdad establecida como principio por ciertas razas contra otras razas, contra la desigualdad establecida como principio por ciertas clases contra otras clases.


Ella.- Oye… Igual que tú, yo conozco el olvido.
Él.- No, tú no conoces el olvido.
Ella.- Igual que tú, estoy dotada de memoria. Y conozco el olvido.
Él.- No, tú no estás dotada de memoria.
Ella.- Como tú, también yo intenté luchar con todas mis fuerzas contra el olvido. Y he olvidado, como tú. Como tú, deseé tener una memoria inconsolable, una memoria de sombras y de piedra. Luché por mi cuenta, con todas mis fuerzas, cada día, contra el horror de no comprender ya en absoluto el por qué de recordar. Y como tú, he olvidado.


Ella.- … Y te encuentro a ti.
Te recuerdo.
¿Quién eres?
Me estás matando.
Eres mi vida.
¿Cómo iba yo a imaginarme que esta ciudad estuviera hecha a la medida del amor?
¿Cómo iba a imaginarme que estuvieras hecho a la medida de mi cuerpo mismo?
Me gustas. Qué acontecimiento. Me gustas.
Qué lentitud, de pronto.
Qué dulzura.
Tú no puedes saber.
Me estás matando.
Eres mi vida.
Me estás matando.
Eres mi vida.
Tengo tiempo de sobra.
Te lo ruego.
Devórame.
Defórmame hasta la fealdad.
¿Por qué no tú?
¿Por qué no tú, en esta ciudad y en esta noche tan semejante a las demás que se confunde con ellas?
Te lo ruego…


Él.- Eres como mil mujeres a la vez…
Ella.- Porque no me conoces. Por eso.
Él.- A lo mejor no es del todo sólo por eso.
Ella.- No me disgusta ser mil mujeres a la vez para ti.


Ella.- Soy de dudosa moralidad ¿sabes?
Él.- ¿A qué llamas tú una dudosa moralidad?
Ella.- A dudar de la moralidad de los demás.

********

Ella.- Ella tuvo en Nevers un amor juvenil alemán… Iremos a Baviera, amor mío, y nos casaremos. Ella no fue nunca a Baviera. Que se atrevan a hablarle de amor quienes no han ido nunca a Baviera. No estabas muerto del todo. He contado nuestra historia. Esta noche te he engañado con ese desconocido. He contado nuestra historia. Ya ves, se podía contar. Catorce años que no había vuelto a encontrar… el sabor de un amor imposible. Desde Nevers. Mira cómo te olvido… Mira como te he olvidado. Mírame.


Riva.- Te encuentro. Me acuerdo de ti. Esta ciudad está hecha a la medida del amor. Tú estabas hecho a la medida de mi propio cuerpo. ¿Quién eres? Me estás matando. Estaba hambrienta. Hambrienta de infidelidades, de adulterios, de mentiras y de morir. Desde siempre. Ya me imaginaba que un día tropezaría contigo. Y te esperaba con una impaciencia sin límites, sosegada. Devórame. Defórmame a imagen tuya para que nadie más, después de ti, comprenda ya en absoluto la razón de tanto deseo. Vamos a quedarnos solos, amor mío. La noche no tendrá fin. El día no amanecerá ya para nadie. Nunca. Nunca más. Por fin. Me estás matando. Eres mi vida. Lloraremos al día muerto con conocimiento y buena voluntad. No tendremos ya nada más que hacer, nada más que llorar al día muerto. Pasará tiempo. Solamente tiempo. Y vendrá un tiempo. Vendrá un tiempo en que ya no sabremos dar un nombre a lo que nos una. Su nombre se irá borrando poco a poco de nuestra memoria. Y luego, desaparecerá por completo.

martes, 15 de septiembre de 2009

Génesis (Bernard Beckett, Ediciones Salamandra, 2009)

No conviene contar demasiadas cosas de esta novela, y no porque no se pueda hacer, sino porque nos encontramos ante un mecanismo de relojería en el que todo va tan engranado que uno corre el riesgo de desvelar algo que estropee la sorpresa final que nos reserva un libro que en 159 páginas condensa ideas de enorme calado.

Este novelista neozelandés ubica en un lejano año 2075 a su personaje principal, una joven llamada Anaximandro ante un hecho decisivo para su vida. Y es su mayor deseo es el de ser admitida en la Academia, la principal institución en la toma de decisiones del país. Para llegar hasta ahí, ha contado con la ayuda de su mentor, Pericles, y ha decidido defender su versión acerca de un acontecimiento decisivo en el devenir histórico de su sociedad y que se enseña a todos los niños desde su entrada en el colegio.

A partir de ahí se va construyendo un engranaje de fácil lectura pero no por ello menos complejo, hasta el punto de que podríamos calificar a esta novela como un thriller filosófico, en el que siguiendo el estilo de los diálogos platónicos se nos van planteando una serie de preguntas acerca de temas como la identidad humana, las barreras que levantamos para proteger nuestras sociedades, si conseguimos que las máquinas piensen como humanos ¿dónde está la diferencia?, cuál es la medida del ser humano, la muerte, la vida…

Una sociedad que antepone a cualquier otra consideración, incluso las relaciones personales, el bienestar colectivo y en el que los comportamientos individualistas, las decisiones personales están rigurosamente controladas. Una sociedad hasta cierto punto, deshumanizada, en la que todo está subordinado a decisiones superiores, blindada ante cualquier presencia extranjera para evitar la entrada de un virus que está asolando a islas cercanas.

Con todo eso, y muchas más cosas, Beckett construye un relato que se va desarrollando como una tela de araña en la que quedamos atrapados de forma irremisible, para llegar a un final que nos deja con la boca abierta cuando nos damos cuenta que casi nada era como nos habíamos imaginado. Y suscribo totalmente las palabras de Cristina Monteoliva cuando escribe que se trata de una “novela inteligente, inquietante e interesante que no deberías dejar pasar de largo.”

Fragmentos

Yo no soy una máquina. ¿Qué puede saber una máquina del olor a hierba mojada por la mañana, o del llanto de un recién nacido? Yo soy la sensación del calor del sol en mi piel; soy la sensación de una ola fría rompiendo sobre mí. Soy los lugares que nunca he visto, y que sin embargo imagino cuando cierro los ojos. Soy el sabor del aliento de otro, el color de su pelo.
Te burlas de mí por la brevedad de mi vida, pero es precisamente ese miedo a morir lo que me infunde vida. Soy el pensador que piensa en el pensamiento. Soy curiosidad, soy razón, soy amor y soy odio. Soy indiferencia. Soy hijo de un padre, quien a su vez era hijo de otro padre. Soy la razón por la que mi madre reía y la razón por la que lloraba. Soy asombro y soy asombroso. Sí, el mundo puede pulsar tus botones cuando pasa por tu sistema de circuitos. Pero el mundo no pasa a través de mí. Yo soy el medio a través del cual el universo se ha conocido a sí mismo. Soy eso que ninguna máquina podrá fabricar nunca. Soy el significado. –De pronto se interrumpió, temblando. Era imposible distinguir si se había quedado sin aliento o sin palabras.

********

Arte tenía razón. Al fin y al cabo, la vida viene definida por la muerte. Limitados por el olvido, estamos atrapados en el torno del terror, constreñidos hasta estallar a causa del fin que se acerca. El miedo está siempre presente, esperando a que lo llamen para emerger a la superficie.

********

Es posible saber sin entender –le había dicho una vez Pericles-. El conocimiento empieza como una sensación. La comprensión es el proceso de excavación, de despejar un camino desde la sensación hasta la luz del día.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Águeda Dicancro (Montevideo, Uruguay)


De la orfebrería a la escultura en vidrio. Ese sería grosso modo la evolución artística de Águeda Dicancro. Entrando en más detalles, su primera formación fue como ceramista en la Escuela de Artes Aplicadas de la Universidad del Trabajo de Uruguay, para luego entrar en el taller del escultor Eduardo Yepes, que dejaría para disfrutar de una beca que la llevó a México, donde adquirió formación en diseño industrial, teoría del color y esmalte sobre metales.

El regreso a su país originario, la conduce al terreno de la orfebrería, hasta que de la mano de María Luisa Torrens, hace una visita a los Estados Unidos y a su regreso se dio cuenta que “ese potencial que yo tenía debía volcarlo en algo que estuviera más cerca de la vida de la gente y no en algo ornamental. Y así empecé con el vidrio, quería ponerle a las joyas algo transparente, que se trasluciera la piel en vez de poner piedras semipreciosas. En 1971 hice mi primera exposición fuerte en Amigos del Arte, puse vidrios en cajas, algo muy barroco que fui depurando a través del tiempo” como explica la propia Dicancro en una entrevista con Elena Fonseca.

Ahí está el punto de arranque de la escultura en vidrio de esta artista con la que cierro, al menos de momento, la serie de artículos dedicados a mujeres artistas uruguayas. Un trabajo el de Dicancro que refleja posibilidades insólitas del vidrio, un material frágil que se vuelve dúctil al contacto con el calor intenso, y es entonces cuando pierde su rigidez para lograr una capacidad de adaptación sorprendente.

Material que su capacidad de reflejo hace que el propio espacio en el que se inserta, al reflejarlo, se convierta en una parte fundamental de la obra, lo mismo que el espectador que, por un momento, se siente como si fuera absorbido por el material, en una suerte de simbiosis que adquiere personalidad matérica.

Material que de su mano se transmuta en árboles, en sillas, y un sinfín de objetos transparentes o traslúcidos, de múltiples colores que pueden combinarse con hierro, con luces, para crear atmósferas por las que transitar, por las que sentir que podemos acercar la mano y tocar ese universo, acción que un pudor ancestral nos impide llegar a culminar.

De esa forma llega a realizar instalaciones de contenido alegórico pero, al mismo tiempo, pegadas a la realidad histórica que la rodea. Así, cuando el país recupere la democracia en el año 1985, llevará a cabo su Tendedero de ropa, una obra en la que con planchas de vidrio blanco simuló las sábanas que colgamos a secar, simbolizando la alegría del pueblo uruguayo por el final de la dictadura militar, al mismo tiempo que se planteaba elevar a la categoría de arte un hecho tan cotidiano como es de colgar la ropa en los tendederos. Y es que Dicancro defiende que “el arte se encuentra en las cosas de todos los días que van cambiando, que se van integrando; por suerte”, vuelve a decir en la entrevista citada más arriba.

Una de las obras más comentadas de esta escultora, es la llamada Arborescencias. En ella crea un bosque del que Nelson Di Maggio, en su artículo La sugestión del vidrio de Águeda Dicancro, dice: “(…)inventa su propio espacio, captura las cambiantes imágenes reflejadas en el vidrio metalizado, descubre las huellas fragmentarias de torsos masculinos y femeninos, señales simbólicas de espirales, crucetas, surcos, separaciones, aproximaciones, protuberancias, sesgadas alusiones a la condición humana, a la precariedad y la voluntad de un eterno retorno. Hay una potenciación de estructuras cíclicas de ascenso y descenso, de solidez y fragilidad, de liso y rugoso, de centrípeto y centrífugo, de unidad y fragmentación, como un monumental puzzle a recomponer (…)”

Dejo que las propias palabras de Dicancro pongan punto final a este artículo: “En mis obras siempre recurro a símbolos que tienen que ver con el mundo que construyo y con el trabajo que realizo para cada una de las piezas. Por ejemplo, las espirales para mí son un símbolo de vida y las utilizo como parte de lo que quiero transmitir.”

jueves, 10 de septiembre de 2009

María Freire (Montevideo, Uruguay, 1917)


Solo conociendo la unión indisoluble entre la obra plástica y la personalidad ética de María Freire, puede medirse la enorme distancia comprendida entre la memoria activa de su obra y la amnesia que la era posmoderna generó respecto a las premisas humanistas utópicas de la cultura moderna.”

Introduzco este artículo dedicado a esta pintora y escultora uruguaya, con una cita extraída del texto firmado por Gabriel Peluffo Linari, y titulado Universo y región en el espacio artístico de María Freire, que me parece que resume una buena parte del quehacer artístico de una mujer que fue una pionera de las formas abstractas en la plástica uruguaya. Pintora, escultora, profesora de dibujo, y crítica de arte son los hitos profesionales de Freire, que sería cofundadora del Grupo de Arte No Figurativo, junto con su pareja artística y sentimental, José Pedro Costigliolo.


Después de estudiar en el Círculo de Bellas Artes y en la Universidad del Trabajo, recibiría una beca para ampliar estudios en Amsterdam y en París, donde podrá conocer de primera mano las obra de los neoplasticistas holandeses, de Pollock, de Calder y de otras destacadas figuras a las que había conocido primero por medio de revistas francesas de arte que se recibían en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la capital uruguaya.

Como todos los artistas contemporáneos del Uruguay, mantuvo contactos con Torres García, al que ya hemos mencionado en los artículos anteriores dedicados a Petrona Viera y Amalia Nieto, quien, entre otras cosas, era defensor de dirigir la mirada hacia el arte de los pueblos calificados de “primitivos”, algo que había causado un impacto muy grande en los artistas europeos de los años 20 y 30, como fue el caso de Picasso.


Freire tampoco se pudo resistir al influjo de esos pueblos, y tanto las máscaras africanas como los elementos que configuraron el universo visual de los pueblos precolombinos, estuvieron presentes en el arranque artístico de una pintora (su obra escultórica ocupa un periodo temporal más pequeño en relación a la pintura), que hizo un viaje que la llevó a decantarse por la abstracción pura, por la relación entre formas sin referentes concretos, unidas entre sí por unos ritmos que, en ocasiones, han sido calificados de musicales, y el uso de unos colores planos, con el uso de una paleta no excesivamente amplia, y en la que la geometría nos impone su presencia pero no de una manera agresiva, sino todo lo contrario, casi como si nos estuviera pidiendo disculpas, con dulzura, con exquisita educación. Algo que también es trasladable a su obra escultórica.

A pesar de ese peso geométrico, de la bidimensionalidad, de lo reducido de la paleta cromática, no nos encontramos ante obras frías, lejanas, impenetrables, sino que la sensación que uno tiene es la de la existencia de una calidez casi telúrica, en la que las formas se entrecruzan o mantienen la distancia en una invitación constante a relacionarnos con ellas, como si quisieran que nos parásemos a escuchar esas historias que se nos insinúan, cuya presencia intuimos. Daniel Tomasini (La fidelidad a la excelencia renovada, María Freire) ha escrito en relación a su obra que “una sensación de segura inestabilidad emana de sus obras dinámicas.”

Como resumen final devuelvo la palabra a Gabriel Peluffo cuando explica, en el mismo artículo ya citado, que “María Freire elabora desde 1959 un repertorio formal variable, pero cuyos códigos constructivos también podrían reducirse a unos pocos: el recorte del plano que conlleva la construcción poligonal del signo (serie Sudamérica, 1958-1960), la perforación espacial del plano que da lugar a una construcción nodal de desarrollo virtualmente infinito (series Capricornio y Córdoba, 1965-1975), y la perturbación volumétrica del plano mediante la subdivisión de su superficie, creando relieves y vibraciones de acuerdo a secuencias de modulación cromática (series Variantes y Vibrantes, 1975-1985).”

martes, 8 de septiembre de 2009

Amalia Nieto (Montevideo, Uruguay, 1907 – 2003)


“Pienso que el artista, en todos los casos, debe superar la realidad; modificar, transformar, mejorar, inventar, soñar la realidad. El artista es eso ante todo y muchas cosas más si se quiere, que pueden enriquecer su obra. Pero antes que nada ver distinto, sentir distinto, con acento propio. En mi caso ese acento va muy ceñido a la forma, a la forma objeto, a la forma color, a la estructura, al andamiaje riguroso, a la construcción sobria y medida. Eso sin perder una actitud vital, no siempre alcanzable, para que aparezca el resorte mágico o metafísico.” (Amalia Nieto)


Continúo mi exploración por el universo artístico femenino del Uruguay, con la figura de Amalia Nieto, una pintora en cuya obra se puede apreciar una suerte de clasicismo, entendiendo esto como unas composiciones medidas, estudiadas, donde todo está perfectamente definido, de tonalidades planas, en las que apenas si se esboza la profundidad, de paleta contenida, de formas claras. Siempre, claro está, hablando desde la generalidad porque luego tendrá otras series, como es el caso de la titulada Búhos, en las que esas características generales no se ajustan a unas obras de pincelada más suelta, con un acento más expresionista, en unas pinturas que podríamos decir que tienen más visceralidad que intelectualidad.


Una pintora que no se pudo sustraer a la influencia (algo parecido le había pasado a Petrona Viera) de Joaquín Torres García, un uruguayo de nacimiento pero de familia catalana, que vivirá una parte importante de su vida en España, para regresar en los años 30 a Uruguay y convertirse en uno de los dinamizadores más importantes de las vanguardias artísticas sudamericanas, y fundador del llamado universalismo constructivo que pone especial acento en los aspectos metafísicos del arte y al que dedicó un libro de 1.000 páginas en el año 1944.


Volviendo a Nieto, fue una artista que pudo viajar a Francia en tres ocasiones, que también tuvo una estancia en España, favorecida por la concesión de diferentes becas de estudios. La primera se la conceden en 1929, para pasar tres años en Francia y realizar estudios con André Lothe, en la Academia de la Grande Chaumiere, y estudiar Historia del Arte en París. En 1951 regresará a la capital francesa para estudiar museografía, y ahí dará comienzo a su serie de las calles de París, ciudad a la que regresará cuatro años más tarde, para estudiar la técnica del mosaico con Gino Severini y del grabado con Friedlander.

Sus primeras obras muestran claramente la influencia del constructivismo a la rusa pasado por Torres García, y el planismo, es decir, esa técnica de aplicar los colores en grandes superficies sin apenas gradaciones, y superpuestos unos a otros. Obras en las que se ven ecos de Cézanne por un lado, y del constructivismo por otro.


Cuando se vaya separando de los postulados de su maestro, irá soltando algo de ese rigorismo pictórico, para ir adquiriendo una mayor libertad creativa, y dando más protagonismo a la luz, dentro de un continuo viaje de ida y vuelta entre una suerte de abstracción, y digo suerte ya que la forma, el objeto concreto, nunca termina de diluirse absolutamente, y una tendencia más claramente figurativa.


Mención especial requieren sus Naturalezas muertas mentales, una serie de obras que se consideran la cumbre de la obra de Amalia Nieto y de las que en un artículo publicado en el periódico uruguayo La República el 10 de febrero de 2003, titulado Amalia Nieto, un refinado equilibrio, con firma de Nelson Di Maggio se dice: “(…) alcanzó la cima de su parábola creadora, utilizando un lenguaje coloquial y recoleto, de música de cámara, necesario para percibir con cuidado los sutiles matices de su propuesta estética. Le bastaron unos pocos utensilios domésticos, cercanos y cotidianos: cucharas, cucharones, cafeteras, mates, tazas y calderas. También limitó su paleta cromática, empleando apenas sutiles variaciones de grises, ocres y rosas, con la irrupción ocasional de algún negro o una intensidad jubilosa de color cálido en sus últimas obras, opuestas al monacal predominio de los blancos iniciales.”


“Nunca estoy totalmente conforme con mi pintura; a menudo estoy totalmente desconforme. En todos los casos siempre hay algo que debe ser mejorado y cuando un trabajo supera el anterior es ya una gran felicidad. Es un eterno estado de pesadilla, una pesadilla gozosa, si se quiere, como una carrera que se corre muy lentamente y siempre queda el tramo más difícil que cumplir. En eso estoy.” (Amalia Nieto)