miércoles, 29 de abril de 2009

Helen Levitt (Brooklyn, Nueva York, 1918)


En plena crisis de los años 30 es cuando Levitt empieza su trabajo como fotógrafa, después de unos inicios autodidactas que tuvieron su punto de arranque mientras trabajaba de ayudante para un fotógrafo comercial. Las calles de su barrio, de Harlem, el Lower East Side, fueron los escenarios fundamentales de un trabajo que tiene en su centro a sus habitantes, a personajes de todo tipo entre los que destacan los niños.

Las fotografías de Helen Levitt destacan por su espontaneidad, por una mirada en la que si bien es posible detectar, en algunos momentos al menos, un aire surrealista o del cine de Cocteau, limpia, directa, que no se interpone entre la escena y el espectador, con unas imágenes en las que también tiene cabida el sentido del humor, ese que logra sacar una sonrisa al que está mirando sus fotos.


Obra que también tiene su parte poética, una parte de exaltación de la inocencia de la niñez, con unos niños que juegan, que dejan sus blancos dibujos sobre el negro del asfalto, que se encaraman en sitios inverosímiles ajenos a cualquier peligro para su integridad física, y nosotros también tenemos esa sensación, sabemos, de una forma irracional, que no les va a pasar nada. Son niños, juegan y se ríen.

Todo el paisaje humano de las calles de Nueva York tiene cabida en las fotografías de Levitt: amas de casa que charlan despreocupadamente a la puerta de sus casas o en plena calle, jóvenes de arrogancia trajeada, transeúntes, gente que pasea a sus mascotas… Con ello consigue hacernos llegar el abigarrado crisol humano que se da cita en las calles, en una labor de documentalista, de notario de la vida en los barrios. Son pequeños gestos anecdóticos, esos que salen sin pensar en ellos, y que por ello están cargados de verdad, de emoción, de intensidad, de vida en última instancia.

Son fotografías cargadas de lirismo, en las que la cámara está puesta al servicio de contar historias cotidianas, sin adornos y sin quitar nada. Todo está claro, todo es simple, sencillo, sin arrogancia de ninguna clase, no busca la provocación, lo que no quiere decir que sus obras carezcan de vigor. 


En los años 40 entrará en contacto con el cine al colaborar en los documentales titulados In the street y The quiet one, de Janice Loeb y James Agee, dos trabajos que se consideran los precedentes del cine independiente norteamericano.

De ella se llegó a decir que era la fotógrafa más celebrada y la menos conocida de su época, a pesar de que el propio Edward Steichen comisarió su primera exposición en solitario en el MOMA titulada Helen Levitt: Fotografías de niños. A finales de los años 50, Levitt recibirá una beca de la Fundación Guggenheim, para poder adentrarse en los secretos de la fotografía en color. Gran parte de la obra que hizo con esa técnica le fue robada en 1970 de su apartamento, aunque cuatro años después, el MOMA organizó una proyección de sus fotos en color titulada Diapositiva Show.

lunes, 27 de abril de 2009

Gran Torino (Clint Eastwood, 2008)



Cuando vemos a Walt Kowalski, que así se llama el protagonista de esta película y al que da vida el propio director, no podemos dejar de pensar en todos esos personajes de duros durísimos que ha encarnado Eastwood a lo largo de su carrera cinematográfica, especialmente Harry el Sucio o el Sargento de Hierro. Es como si esos personajes hubieran llegado a la edad de su jubilación y ahora vivieran en un modesto barrio residencial de clase trabajadora, o un viejo vaquero tuviera que enfrentarse en el ocaso de su existencia a un duelo final en el que sólo puede quedar uno en pie.

Kowalski encarna en sí mismo esos valores que el cine vende como genuinamente americanos, del hombre hecho a sí mismo, veterano de la guerra de Corea, jubilado de la Ford, con valores muy masculinos pero que al mismo tiempo guarda un poso racista, violento. Un hombre apegado a la tradición, orgulloso de su país y único blanco en un barrio en el que los asiáticos han ido ocupando las viviendas que han abandonado los blancos, hasta el punto de que Kowalski se han convertido no se sabe muy bien si en una isla o en un tronco a la deriva.


Acompañado únicamente por una vieja perra, su antigua arma de la guerra, y una bandera americana que ondea en su porche, Walt es un amante del orden, que mantiene un viejo Ford Gran Torino en perfecto estado de revista, así como el césped de su porche, y que se siente incómodo ante la abundante presencia de vecinos asiáticos a los que mira por encima del hombro, e intenta no tener ningún tipo de relación con ellos, lo mismo que con su familia a cuyos miembros considera poco menos que auténticos extraterrestres.

Todo eso cambia cuando uno de sus vecinos, presionado por una banda, intenta robar su apreciado coche. Ahí empieza a desarrollarse una historia que se mueve en un tempo lento pero muy intensa, en la que afloran los aspectos humanos de cada uno de los personajes de una forma sencilla, y brotan la rabia, el dolor, el cariño, contado todo de una manera que hace que el espectador sufra los golpes, que sienta la peripecia de los personajes como algo personal.

El deseo de conservar su propia isla de tranquilidad, terminará obligando a Walt a conocer a sus vecinos, a imbricarse con ellos de una forma tan profunda que terminarán por convertirse en su “familia” mucho más que la suya propia. Un hombre que aprende a mirar a los demás, a verlos como lo que son, y a los que terminará correspondiendo de una manera absolutamente generosa en un final que por sí sólo merece toda la película.

En un mundo que se mueve en medio de unas coordenadas faltas de valores, la honestidad como piedra angular para no perder el norte, la necesidad de enfrentarse a la irracionalidad de algunas conductas, el sentido de la vida y de la muerte, están en la base de una película que nos habla del choque entre dos mundos, y que origina “uno de los registros dramáticos más profundos y conmovedores que haya presentado el director”

miércoles, 22 de abril de 2009

Helena Almeida (Lisboa, 1934)


El territorio artístico de esta creadora portuguesa tiene en su propio cuerpo su patria originaria y fundamental. A partir de ahí genera una obra que no termina de ser ni body art, ni pintura, ni fotografía, ni performance, ni arte conceptual, pero que es todo al mismo tiempo. Es un ejemplo realmente extraordinario de hibridación de distintos caminos artísticos que confluyen en un objetivo que no es otro que una obra de arte que busca plantear la reflexión en torno a lo real y a lo virtual por lo que al espacio se refiere, y sobre el concepto de modelo y de representación.

En alguna ocasión la propia artista ha definido su creación diciendo: “La obra es mi cuerpo, mi cuerpo es la obra”. Una definición que ha ido matizando desde sus inicios artísticos en la Escuela de Bellas Artes de la capital portuguesa, y su posterior inmersión en la realidad artística de la capital francesa, donde entra en contacto con la abstracción y hasta llegar a los postulados conceptualistas.

Un ejemplo de la hibridación artística a la que hacía referencia en el primer párrafo, son sus autorretratos, aunque le pega más el concepto de autorepresentación, obras que empiezan por un soporte fotográfico, ayudada por su marido, que luego se convierten en una suerte de lienzo sobre el que interviene utilizando técnicas pictóricas y otros materiales. Al utilizar como soporte su propio cuerpo se incorporan elementos más próximos a la escultura y la performance, lo que genera obras mestizas.


Ella misma lo explica: “Quiero que cada obra resuelva una cuestión y la refleje con toda intensidad; a veces paso días o meses pensando en una. Cada obra tiene un pasado enorme, por eso es importante el proceso: dejas atrás, modificas u ocultas muchas ideas. La fotografía es sólo el click final”. Los colores que utiliza tienen para ella una carga simbólica, de tal modo que el azul representa el espacio; el blanco la pureza; el negro, ausencia de luz; el rojo, drama y composición. Colores todos ellos que reconoce que utiliza cuando lo siente como una necesidad: “El rojo es pesado, da la sensación que no puedes atravesar el espacio, al revés que el azul; el negro, que tiene que ver con la espesura, con el grafito, tiene mucha densidad”.

Al final, después de un arduo proceso que se inicia con el dibujo de muchos bocetos, busca la mejor solución técnica y luego su marido dispara la cámara, consigue unas obras de una fuerte intensidad poética ante la que es posible pensar en mensajes acerca de las dificultades que tenemos para comunicarnos, con la soledad, la pérdida, el complejo mundo de los sentimientos.

domingo, 19 de abril de 2009

El niño del pijama de rayas (The boy in the striped pyjamas, Mark Herman, 2007)


Sin haber leído al archifamosa, por sus ventas, novela de John Boyne que da origen a esta película, y después de haber leído diversas críticas del film, con la que estoy más de acuerdo es con la que escribió Rodríguez Marchante en el periódico ABC, y en la que decía que “no es una película inolvidable, pero sí es, en cambio una enseñanza imperecedera”.

Una historia sobre la pérdida de la inocencia, sobre el descubrimiento de los oscuros sótanos sobre los que se construye una vida aparentemente feliz y ordenada, tanto para los niños como para algunos adultos. Corre el año 1942, y Alemania además de estar enfrascada en la Segunda Guerra Mundial, está aplicando a sangre y fuego la llamada Solución Final, es decir, el exterminio de los judíos.


La familia de un oficial nazi tiene que dejar su bonita casa berlinesa para trasladarse a un horror de casa de campo, que terminará por convertirse en una auténtica prisión para los que viven en su interior, especialmente para el niño protagonista Bruno (Assa Butterfield), un crío de 8 años que no entiende por qué ha ido a parar a un lugar donde no hay otros niños para jugar.

Ávido lector de libros de aventuras, un día se adentra en el bosque para descubrir lo que piensa que es una granja, en la que todos los granjeros vistan extraños pijamas de rayas, y ahí conoce a Shmuel (Jack Scanlon) otro niño como él con el que irá trabando amistad.

Lo que nos cuenta el director, y supongo que el novelista ya que por lo que he leído la película es prácticamente un calco de su fuente literaria, es una especie de cuento infantil, y como buen cuento está perlado de instantes de violencia de diverso tipo (un oficial que mata a un judío de una paliza, el descubrimiento de las muñecas en el sótano…), y que se va a cobrar todo tipo de víctimas lo que la convierte en un alegato contra la guerra, su inutilidad básica para solucionar los problemas.


El final de la película, con provocar horror, me parece a mí que hubiera sido mucho más efectivo si se hubiera optado por la sobriedad como elemento esencial, y no rodeado como está de una parafernalia más propia de una película de mero entretenimiento o directamente de un mayor perfil comercial, aunque hay que reconocer que el lanzamiento de esta película buscaba, sin duda ninguna, hacer taquilla a costa de una novela de la que se han vendido millones de ejemplares en todo el mundo.

En definitiva, una historia que se deja ver, que aporta muy poco o nada a la filmografía relacionada con el Holocausto, pero que sí plantea algunas ideas sobre las que merece la pena detenerse. Al final, regular y gracias.

viernes, 17 de abril de 2009

El libro negro (Kara kitap, Orhan Pamuk, 1985-1989)


Diecinueve escuetas palabras escritas en un papel. Eso es todo lo que Rüya le deja a su marido Galip cuando decide abandonarle. Y este abandono coincide con la misteriosa desaparición de su hermano, el famoso columnista Cêlal. En ese momento se inicia una búsqueda casi desesperada por las calles de un Estambul más que propicias para el desarrollo de una historia que muy bien se puede encuadrar en el género negro.

Una búsqueda que tiene mucho de metafísica, de un recorrer caminos oscuros la mayor parte de las veces por los laberintos del amor, de la propia identidad, pero también de la lectura, de la escritura. Identidad personal y también nacional en un país que se debate entre el pasado y el presente, y que no encuentra su lugar en el presente.

Pamuk disecciona el alma de la ciudad, de sus gentes, de sus noches, de sus subterráneos, que son los mismos que los de sus personajes, por medio de historias del pasado, de artículos periodísticos, de teorías filosóficas que buscan letras en los rostros de las personas. Con todo eso se teje una densísima tela de araña en la que todos los hilos, poco a poco (esta novela requiere de ciertas dosis de paciencia) nos van conduciendo a un final ciertamente capaz de mover a la emoción.

El recuerdo de otros tiempos, de un amor fraguado en la infancia, se convierte en dolor, en pérdida de puntos de referencia, en la conformación de una identidad que debe mucho a los que nos rodean, a sus cuentos, historias y la mirada que derraman sobre uno, a la memoria, a esa memoria que va cristalizando con el paso de las generaciones. El Uno no se puede construir sin el Otro.

Fragmentos

“Por fin soñé que era la persona que llevaba años queriendo ser. Justo en medio de esa vida a la que llamamos ‘sueño’, en el bosque de edificios de la fangosa ciudad, en un lugar entre las calles oscuras y caras más oscuras todavía. Me encontré contigo mientras dormía con el cansancio de la desdicha. Comprendí que podrías amarme aunque no me hubiera convertido en otro; comprendí la necesidad de aceptarme tal y como soy con las resignación que siento al observar mi fotografía de carnet; comprendí la inutilidad de luchar por ser otra persona: fuera en un sueño o en un cuento. A medida que caminamos se abren las calles oscuras y se apartan las casas terribles que penden sobre nuestras cabezas, a medida que caminamos las aceras y las tiendas cobran sentido.”

“¿Se han dado cuenta de que las aguas se están retirando del Bósforo? No lo creo. En estos días en que nos matamos unos a otros con la alegría y el entusiasmo de un niño que va a una feria, ¿quién de nosotros lee nada y se entera de lo que ocurre en el mundo? Incluso leemos a medias a nuestros columnistas en los muelles de los transbordadores en los que nos abrimos paso a codazos, en las paradas de los autobuses en las que nos apretujamos, en los asientos de los taxis colectivos con las letras bailando. Yo he leído la noticia en una revista francesa de geología.”

“Entonces, mientras regreso hacia las luces de la ciudad sin volver a encender mi cerilla y mientras pienso que esa es la mejor manera de enfrentarse a la muerte en el momento del desastre, llamaré amargamente a una amante lejana: Querida, preciosa mía, mi triste, ha llegado el momento de la gran catástrofe, ven a mí, ven dondequiera que estés, sea un despacho lleno de humo o en la cocina que apesta a cebolla de una casa que huele a colada, o en un revuelto dormitorio azul, ven dondequiera que estés, ha llegado el momento, ven a mí; ha llegado el momento de que esperemos la muerte abrazándonos con todas nuestras fuerzas en el silencio de una habitación en penumbra porque hemos echado las cortinas para olvidar la terrible catástrofe que se acerca.”

“Caminé por callejones que se cortaban en curvas irregulares, cada vez más estrechos y oscuros. Caminé escuchando el sonido de mis propios pasos entre ventanas de ciega oscuridad de casas sombrías cuyos caídos miradores las aproximaban entre sí. Caminé por aquellas calles completamente olvidadas que ni siquiera se atreven a pisar las manadas de perros callejeros, los somnolientos serenos, los drogadictos ni los mismos fantasmas.”

“Porque nada puede ser tan sorprendente como la vida. Excepto la escritura. Sí, por supuesto, excepto la escritura, el único consuelo.”

martes, 14 de abril de 2009

Daniel Buren (Boulogne-Billancourt, Francia, 1938)

“El arte es la válvula de escape de nuestro sistema represor. Cuanto más dure, y aún mejor, cuanto más prevalente se vuelva, el arte será la máscara de la distracción del sistema. Y un sistema no tiene nada que temer mientras su realidad esté enmascarada, mientras sus contradicciones estén escondidas”

Eso decía en el año 1968 este artista conceptual francés, autor de una obra con una fuerte carga crítica, que suele ser difícil de percibir a simple vista. Con motivo del décimo aniversario del Guggenheim Bilbao, este artista fue el seleccionado para intervenir en el puente de La Salve, con la instalación de un gran pórtico de un llamativo color rojo, una pieza que no tiene nada que ver con el concepto de arco de triunfo (No he querido hacer un arco de triunfo. Está la puerta redondeada que constituye el cuerpo principal, pero también hay una especie de puerta que apunta al cielo y otra por debajo cuya forma se completa al reflejarse en la ría...), y al que tampoco hay que buscarle ningún contenido de ninguna clase al uso de ese determinado color, ya que el propio artista ha dicho que para él los colores no tienen ningún tipo de simbolismo determinado, y que en este caso lo utilizó porque le parecía más adecuado a tenor de las tonalidades del espacio circundante (Para mí es sólo un color que elijo en función de los verdes que hay al otro lado, en la montaña, y del gris cambiante del titanio, pero también de acuerdo al repertorio en formica.)

Con esa obra sigue una larga tradición personal, de realizar intervenciones en espacios públicos y que le llevaría, en el año 1986, a instalar en el patio del Palacio Real de París, una serie de columnas en un espacio de 3.000 metros cuadrados, y en las que utiliza uno de los motivos más definitorios de la obra de este artista, como son las rayas de colores como las que se pueden ver en muchos toldos de cualquier parte del mundo. Rayas todas ellas de 8,7 centímetros de ancho, es decir, totalmente estándar, con las que pretende que el espectador adopte una postura crítica acerca del concepto normalizado de lo que es arte y de lo que no lo es.

Primero las utilizó en carteles pegados en las calles parisinas, para luego pasar a las estaciones de metro sin contar con ningún tipo de autorización para ello, en un suerte de intervención vandálica de corte artístico. Y es que las obras de Buren carecen de un elemento que parece esencial a la obra de arte como es el concepto de autonomía. Sus obras no son objetos autónomos y no rehúye la conceptualización decorativa que a veces se aplica a sus obras: “Normalmente lo decorativo se considera algo negativo; yo lo encuentro muy interesante”.

El uso de las bandas de colores uniformes nace de la intención de Buren por reducir lo pictórico a lo esencial, a una expresión mínima, y con esas bandas podía reducirlo todo a una combinación binaria, a la creación de un espacio con significado por sí mismo y que no remite a nada real, a una representación. Bandas que aparecieron en todo tipo de edificios, en unas intervenciones que ponían de manifiesto cómo los contenedores del arte terminan por tener más importancia que el arte mismo.  En esos momentos, Buren forma parte del grupo BMPT, por las iniciales de Buren, Mosset, Parmentier y Toroni. Como escribe José Luis Clemente: “pretendía lograr un arte anónimo e impersonal que no ofreciera al espectador información sobre el artista y la obra. De ese modo, cuestionando la obra única y su especificidad, ha tratado de restarle todo valor estético; nada de gestos, nada de significación, ni figuras, ni abstracciones, ni emociones, ni misterio.”

En esa línea se mueven las llamadas “cabañas explosionadas”, unas estructuras cúbicas transitables, abiertas por todos sus lados, y con una especie de puertas que parecen haber sido afectadas por algún tipo de explosión, y con las que parodia la idea de museo. Digamos que lo que quiere es neutralizar el interior del museo, sus salas de exposición, y todo lo que eso conlleva consigo. Sobre este asunto Buren declaró en una entrevista firmada por Teresa Grandas: “En su gran mayoría y ante todo, es el objeto artístico el que está dominado. Está dominado por el lugar de exposición, está dominado por la máquina museística, por los organizadores de exposiciones, principales depredadores del objeto artístico, está dominado por su rechazo puesto que no puede exponerse, está dominado por su éxito puesto que se le reconoce un cierto valor, está dominado por el mercado desde el momento en que tiene un precio.”

“Dicho esto, no creo que haya trabajos interesantes que no sean críticos o autocríticos, sino que un trabajo que no fuese más que eso sería muy limitado. Es el punto central de mi reflexión, no hay que centrarse en los elementos a criticar, sino que hay que hacer una obra que no dependa más exclusivamente de lo que critica, puesto que si no se convierte en exiguo y pierde su consistencia.”


domingo, 12 de abril de 2009

Sólo un beso (Ae fond a kiss, Ken Loach, 2004)




“Imaginaos que meto a los cristianos, a George Bush, al Papa, a Henrik Larsen y al bedel en el mismo saco: os reiríais porque es una estupidez. Eso hace occidente con el Islam, como si 50 millones de musulmanes de 50 países, con cientos de idiomas y grupos étnicos fueran una misma cosa. Mi familia, por ejemplo. Mi hermana se considera musulmana y como tiene una vena política, se llama a sí misma negra. Mi padre lleva más de 40 años en este país y es cien por cien paquistaní, o eso cree. Rechazo la definición occidental del terrorismo que excluye a las víctimas del terrorismo de Estado. Rechazo la superioridad moral de occidente después de que dos cristianos reconocidos pasaran de la ONU. Pero, sobre todo, rechazo la simplificación que hace occidente de los musulmanes. Yo soy de Glasgow, paquistaní, adolescente, de origen musulmán, que es seguidora de los Glasgow Rangers [los católicos son seguidores del Celtic de Glasgow, y entre los dos equipos hay una rivalidad muy intensa] en un colegio católico, porque soy una mezcla y estoy orgullosa.”

Con ese argumento expuesto por uno de los personajes (Tahara, hermana del protagonista masculino), empieza Sólo un beso, de la que tengo que decir que a pesar de no parecerme una gran película y de que los actores no rayan a una gran altura, Ken Loach ha vuelto a conseguir que una de sus historias me haga pasar un mal rato. Y no lo digo en el sentido de que me haya aburrido mortalmente, que no es el caso, sino que me refiero a que me he sentido enganchado a la historia, a una trama que si bien ya se ha visto en múltiples ocasiones, deja en el aire muchos interrogantes y nos esconde las respuestas para que cada uno encuentre las que quiera. En definitiva, que cuando he terminado de verla me he sentido aludido por lo que he visto, me he sentido increpado, y me ha dejado mal cuerpo, dicho esto en sentido positivo.


Es una historia de amor entre un paki (término despectivo que utilizan los británicos para referirse a los inmigrantes de origen paquistaní) y una gori (el apelativo despreciativo que los paquistanís adjudican a los británicos), es decir, entre Casim (Atta Yaqub) y Roisin (Eva Birthisle). Dos personas que provienen de dos orígenes distintos, musulmán él y católica irlandesa ella, que viven en mundos en los que la religión no es un instrumento de entendimiento, sino que es un elemento separador, opresor, que obliga a una construcción de la propia identidad externa al propio individuo.


Por eso la película, en la que destaca el uso enormemente efectista de una música que subraya de una forma espléndida los momentos más dramáticos, también habla, y lo hace de una forma fundamental, acerca de la identidad y de los factores que intervienen en su formulación. Una identidad que se crea desde afuera, con unos esquemas que buscan perpetuar una tradición antiquísima que ya no tiene sentido en tiempos de mestizaje y de convivencia de culturas.

A él se le quiere obligar a cumplir con el matrimonio pactado por las familias, mientras que a ella se la intenta presionar de todos los modos posibles, para que abandone una relación contraria absolutamente a unos preceptos mal entendidos de la religión católica. Loach aquí no se pone de parte de ninguna de las dos religiones, sino que nos muestra los errores que se cometen en ambas (estupenda la conversación entre la protagonista y su párroco).

Pero también la familia, en este caso la de Casim, se ve como un elemento perpetuador de una tradición, lo que genera esquemas rígidos que ya no encajan en la mentalidad de unos jóvenes con formación universitaria o que van a acceder a ella, y que viven otra clase de vida. El racismo y la no aceptación de la diferencia quedan puestas de manifiesto en esta película, premiada en los festivales de Valladolid y de Berlín y César a la Mejor Película Europea, que, insisto, no me parece de las mejores del director, pero que me ha vuelto a resultar interesante y que me confirma a Loach como un realizador imprescindible.

martes, 7 de abril de 2009

Doug Aitken (Redondo Beach, California, 1968)



“Hay algunas piezas, aunque no todas, que sí muestran una intención narrativa que parte de lo que no está ahí, que nace del vacío. Me gusta capturar esa energía que reside en los lugares abandonados.”

“Lo cierto es que todos estamos solos. Muchas piezas versan sobre el individuo, nunca utilizo grandes aglomeraciones de gente. A pesar de que estamos inmersos en un mundo de creciente aceleración, me interesa captar la experiencia individual.”

“Usted habla de ‘narración’, pues bien, eso es algo que me crea cierta inquietud, la idea de que a menudo los seres humanos nos comunicamos de una manera basada en la linealidad, es esa forma en que uno cuenta una historia o ve una película. Yo no me reconozco en ese método. Entiendo la experiencia de vivir como si fueran series de fragmentos, como un montaje tridimensional que está cambiando incesantemente.”


“Yo en algunos casos los veo como intentos de crear paisajes psicológicos, mundos que han quedado atrapados entre la ficción y la no ficción. Son obras que buscan algo que no está ahí, una resonancia, un silencio a punto de romperse, se concentran en algo que no está para intentar descubrir qué clase de vacuidad las envuelve, para ver si el silencio puede convertirse en una naturaleza de diferente índole.”

“Sí, el tiempo es algo que siempre me ronda, y como no puedo entenderlo del todo me pongo a trabajar para ver si así puedo acercarme más a algún nuevo sentido o punto de vista que me ayude en esa obsesión. Mis obras son experimentos, la mayoría de las veces no salen bien pero en ocasiones me ayudan a meterme a fondo en algo que normalmente sólo conozco desde fuera.”

“Me interesa el nuevo paisaje, ese que tiene muy poca historia, el paisaje del presente. Vivimos en un mundo de cambios constantes, nomadismos e interrupciones. En esa parte del mundo que todavía no ha encontrado su sitio en la historia es donde yo he nacido.”


“Me gusta plantear mi trabajo como una investigación sobre las muchas maneras de percibir el tiempo desde la experiencia. La idea de la fragmentación es algo que siempre me ha atraído en el sentido de que en la cultura contemporánea hay siempre una tendencia a percibir las cosas de forma lineal. Yo siempre he querido romper con esa percepción lógica pero siempre desde la perspectiva de la experiencia.”

“Vivimos en un mundo cada vez menos lineal, muy fragmentario y heterogéneo. Estamos inmersos en un cambio constante. Construimos nuevas herramientas para paliarlo pero éstas no hacen sino intensificar esta vorágine transformadora. Esto es lo que me interesa en el ámbito de lo visual y lo perceptivo.”

“Todo proyecto tiene su propia esencia. Algunas piezas cuentan con individuos y otros juegan con lugares desolados. A mí me interesa realmente un poco de todo, pero principalmente me interesa la diversidad de la existencia. Creo que toda obra de arte tiene un carácter diferente. Además, no me gusta verme enclaustrado en un lenguaje concreto. Me gustan las fotografías que son construcciones, las imágenes que son eclipsadas por voces...”

“Me interesa romper los sistemas de percepción habituales del espectador, romper la idea tradicional de contemplación de la obra artística. En Interiors no hay un lugar central desde el que contemplarla. El espectador debe moverse alrededor, ocupar todos los espacios de la estructura circular. La pieza tiene muchas historias diferentes filmadas en ciudades diversas como Tokyo o Mexico D.F., lugares en los que aparecen personajes de distinto rango, envueltos en situaciones azarosas. Esta es una pieza que me costó mucho trabajo realizar, un año y medio, una obra que cuenta con formas narrativas muy distintas que se solapan, moviéndose de una historia a otra, en un conjunto híbrido de cierta complejidad.”

“No sólo visible sino que también quiero jugar con los efectos escultóricos del sonido. Quiero que tenga una presencia tridimensional. (…) La idea es crear una especia de ducha de sonido, con ruidos múltiples entrecruzados, casi como una cacofonía que se define en un principio como algo fragmentario pero que acaba constituyendo una composición.” (Se refiere a la obra Skyliner)

“La serie de los Plateau está compuesta por tres piezas que muestran ciudades construidas con cartones de diferentes firmas. Las tres versiones de Plateau son visiones de arquitecturas de los siglos XX y XXI, miradas a lo que podríamos llamar metaciudades, megalópolis de casas para pájaros y aves. La primera pieza es un mundo Fed-Ex y es una mirada a la arquitectura del siglo XX. Las dos piezas posteriores, Plateu II y Plateau III muestran visiones de arquitecturas más futuristas, hechas con las firmas de Mackintosh o Coca-Cola, casi como una mirada a la Kuala Lumpur de bien entrado el siglo XXI, lugares casi desérticos, metapaisajes, habitados por cisnes negros. Son espacios surreales como de un tiempo ya agotado.”

domingo, 5 de abril de 2009

El abrazo partido (Daniel Burman, 2003)



La intrahistoria elevada a la categoría de historia. Algo que se me viene a la cabeza inmediatamente después de ver esta más que buena película argentina, la cuarta de la filmografía de Burman, galardonada con dos osos de plata en el Festival de Cine de Berlín del 2004, uno como Gran Premio del Jurado y otro al Mejor Actor, para Daniel Hendler que da vida al protagonista, Ariel Makaroff.

Una historia que se desarrolla fundamentalmente en una galería comercial del barrio bonaerense del Once. Una galería anclada en el tiempo, en el que los comerciantes forman una gran familia y en la que se dan cita judíos, italianos, coreanos, peruanos; todo un crisol social realmente fascinante.

Todos ellos van sobreviviendo a la cambiante situación argentina como pueden, y entre ellos se mueve Ariel, un joven veinteañero que ayuda a su madre con el negocio de lencería que les permitió salir adelante cuando su padre desapareció por causas que iremos descubriendo a lo largo de la película. Vemos a un protagonista que busca su propia identidad, que se siente atrapado en la vieja galería comercial y quiere salir para Europa. Eso le obliga a buscar un pasaporte polaco (sus abuelos, judíos, eran de esa nacionalidad), lo que dará origen a uno de los momentos más divertidos de la película, cuando Ariel se entreviste con un responsable diplomático polaco para conseguir su pasaporte.


Es una búsqueda de una identidad personal formada también a partir de la ausencia del padre, de sus problemas para relacionarse con las mujeres, de su incapacidad para terminar la carrera de arquitectura, y alrededor de todo eso va surgiendo una red de pequeñas anécdotas que van haciendo que salgan a la luz algunas verdades pero también algunas mentiras. Siempre con un tono humorístico con rasgos agridulces y lleno de honestidad y de sensibilidad.

Una historia pequeña sobre un microcosmos de conflictos casi domésticos que, al mismo tiempo, contiene una riqueza profunda, una mirada irónica sobre el mundo que rodea a ese grupo humano al que apenas si vemos fuera de su galería empeñados en sobrevivir a un mundo cambiante. Ariel terminará por encontrar su verdad particular, y eso le exigirá iniciar otro camino totalmente diferente en el proceso traumático de construcción de su identidad, que muy bien puede ser la de todo un país.

Si la ven tengan la paciencia de ver los títulos de crédito hasta el final. Hay una pequeña sorpresa.