martes, 28 de septiembre de 2010

Cecily Brown (Londres, 1969)


Representante de esa generación de artistas británicos a la que agruparon bajo la etiqueta de YBA (Young British Artists), con gente como Tracey Emin o Damien Hirst, por citar sólo dos, Cecily Brown se diferencia un poco de todos ellos en que utiliza la pintura como vía de expresión. Hija de un afamado crítico de arte británico David Sylvester, defensor de la obra de Lucien Freud o Francis Bacon, algo de cuya forma de pintar está en la base de los trabajos de Brown.

Obras que caminan por senderos transitados por el expresionismo abstracto, la abstracción pero sin dejar de lado la figuración más o menos clara, una figuración que se ha ido diluyendo con el paso de los años, ya que los seres humanos que representa, con el paso del tiempo, se han ido fundiendo cada vez más con el fondo que los acoge de tal forma que parece que o bien nacen directamente de ese fondo, o mantienen una lucha por su propia supervivencia, por asomarse al exterior, por comunicarse con nosotros.


Personas en pleno acto sexual en muchas de las ocasiones, captadas en instantes de frenesí, de éxtasis, ajenas a lo que ocurre a su alrededor, y tomando como punto de vista del placer el de la mujer, el deseo femenino, y tal parece que el paisaje está conformado por esa espiral de deseo en el que se funden los cuerpos, en la que todo se diluye y se vuelve fluido.

Tema que ha ido evolucionando también a lo largo de los años, desde unos inicios en los que todo era mucho más evidente con penes de buenas dimensiones, masturbaciones o actos sexuales muy explícitos, que han ido evolucionando hacia una mayor sutileza en las situaciones. Sobre su obra se ha escrito que siente “interés por la ferocidad del instinto sexual y los dramas inherentes a la naturaleza, así como por la representación de órganos genitales como ornamentos naturales”.


A este respecto, José Ignacio Aguirre, en el periódico El Mundo, escribió: “Cecily Brown le da vuelta a la representación erótica en la pintura, que hasta ahora ha contado con una visión exclusivamente masculina. Así, presenta a la mujer y al hombre bajo la misma ley del deseo incontrolable, pero tal y como los observaría una mujer. Sus visiones eróticas suelen aparecer en la naturaleza, en jardines contagiados por el espíritu de una orgía o una masturbación. Las figuras pueden estar representadas con mayor o menor evidencia, pero siempre bajo una lluvia de brochazos propia del expresionismo abstracto”.

“Brown transforma la rudeza en sensualidad, la violencia en glamour”, según afirma Nicola Trezzi en el artículo The aura o fan expanded painter, publicado en la revista Flash Art en 2008. Pero no sólo de sexo vive la obra de Brown, ya que en otras ocasiones introduce animalitos o pinta paisajes en los que predomina la nota de humor, y reconoce deudas pictóricas con personajes como Goya, Poussin, de Kooning o Joan Mitchell, entre otros.

domingo, 26 de septiembre de 2010

La larga soledad de Explosions in the sky



Reconozco que el fútbol americano es un deporte que me aburre soberanamente, sin embargo, cuando hace unos días vi que una cadena temática iba a emitir Friday Night Lights (Peter Berg, 2004), no lo dudé ni un momento a la hora de sentarme a verla, por el único motivo de que en la banda sonora interviene el grupo norteamericano al que hoy dedico este artículo.

Esa banda no es otra que Explosions in the sky, un cuarteto formado en la ciudad tejana de Austin en el año 1999, y que está integrado por Mark Smith, Chris Hrasky, Minaf Rayani y Micheal James. Los críticos musicales sitúan su trabajo bajo la etiqueta de post rock, o una evolución del rock progresivo, y eso a pesar de que sus componentes hayan dicho en alguna entrevista que ellos lo que quieren ser es un grupo pop, aunque personalmente no termino de encontrar conexiones entre su música y el mundo del pop.

Dejando esas disquisiciones de lado, lo que tengo claro es que cuando me adentro en las melodías, siempre instrumentales, de Explosions in the sky (nombre que tomaron después de tocar una noche del 4 de julio mientras en el cielo explotaban los fuegos artificiales), componen temas en los que se dan la mano los esquemas minimalistas, con crescendos realmente maravillosos y remates apoteósicos.


Unos temas que alcanzan niveles de sutileza que uno no espera encontrar en una formación típicamente roquera (dos guitarras, batería y bajo), y que parecen encerrar historias, mensajes tal vez llegados de otra parte y que enseñan caminos de tránsito tranquilo que, a veces se agita un tanto. Un caminar solitario por terrenos abonados de soledad, con la esperanza esperando a la vuelta de la esquina, porque no son temas sólo para la melancolía, que también, sino que en ellos caben muchas más cosas.



Temas que reconocen influidos por la literatura, la música y el cine, y que lo mismo pueden tener listos en una semana que tardar cuatro meses en dejarlos cerrados. Canciones en las que es difícil saber cuando se ha terminado una y se inicia la siguiente, de ahí que en sus directos no toquen nunca bises, y unen los temas con otros microtemas que les ayudan a hacer la transición de uno a otro.

Así, sus discos componen casi sinfonías llenas de emoción, casi catárticas, intimistas, invitaciones a ver esos destellos de luz rompiendo la oscuridad del cielo nocturno durante instantes fugaces, con desarrollos de los temas que hacen que éstos duren lo que tengan que durar, pueden ser 10 minutos, 6 minutos o 3, no importa.

En cada actuación, preferentemente en lugares pequeños, invitan a sus oyentes a cerrar los ojos y a acompañarlos a la Luna. Algo de eso hay en los paisajes sonoros que dibujan para el oyente, paisaje de notas y de belleza, de soledad y de melancolía, para aumentar la nuestra conciencia acerca de nosotros mismos, de nuestra presencia en el mundo y de nuestra insignificancia.

Las luces del viernes por la noche brillan sobre el suelo gris, a lo lejos empezamos a oír unos acordes lejanos, tenues, y sabemos hacia dónde queremos dirigir nuestros pasos. Más allá de ese horizonte de luces de neón y nos disponemos a dar la bienvenida a los fantasmas.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Bruno Gironcoli (Villach, Carintia, Austria, 1936; Viena, Austria, 2010)


Probablemente cuando completó su formación como orfebre en la Academia de Artes Aplicadas, todavía no era capaz de saber la importancia que iba a tener su figura dentro del panorama escultórico, en el que llegó a ser una de las figuras de referencias del siglo XX y con proyección en el XXI.

El momento clave en su carrera artística fue el año 1960, en el que se desplaza a París para estudiar con detalle la pintura de los impresionistas a los que había conocido a través de algunas colecciones existentes en su país. En la capital francesa, descubrirá la escultura del suizo Giacometti y eso fue decisivo para el devenir artístico de Gironcoli.


Desde ese momento, aunque también hizo obra en papel, su pasión va a ser la escultura camino que inició con la realización de unas obras frágiles, en alambre, a la manera de Giacometti, en las que representaba la fragilidad de la figura humana. A su regreso a Austria, entrará en contacto con el grupo accionista vienés, y en 1968 hará su primera exposición individual, en la que presentará unas esculturas que bordean el diseño.

Gironcoli fue un artista que “prefirió orientarse hacia ejemplos internacionales, expandiendo su radio artístico desde los objetos individuales antropomórficos hasta instalaciones complejas”, tal y como se recoge en la biografía del artista que se puede leer en la página web de la Foundation Generali.


Este escultor terminará por desarrollar un lenguaje tremendamente personal, alejado de cualquier etiqueta o movimiento artístico, fruto de una personalidad artística muy marcada. Objetos cotidianos como zapatos o cubiertos, entre otros muchos, los sobredimensiona para crear obras de gran tamaño y con los que realiza estructuras simbólicas o “instalaciones voluminosas y complejas con simbolismo barroco”, como afirma Gloria Torrijos en la necrológica que publicó en el diario El País el pasado 4 de marzo.

Una vez que en 1977 consigue entrar como profesor en la Academia de Bellas Artes de Viena, con la consiguiente seguridad económica y con la posibilidad de utilizar un gran espacio para crear, su obra adquiere una mayor dimensión y su reputación entra ya de lleno en el panorama internacional.


A lo largo de su obra, lo que nos ofrece son constantes reflexiones en torno a la feminidad, el nacimiento, el sexo con derivaciones hacia lo sadomasoquista, la religión, la violencia, muchas veces recubiertas con pintura dorada o plateada como clara pervivencia de aquella primigenia formación en el mundo de la joyería.

Otras veces creará piezas que parecen llegadas de alguna galaxia lejana, altares cósmicos, o máquinas orgánicas que remiten a un mundo que tiene que ver con un inconsciente que convierte a la realidad en “una madre que da la vida a sus hijos, hijos que tienen la sensación de ser independientes de su origen y no pueden separarse de él”, al menos así lo dice Donald Kuspit.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Nadie sabe nada de gatos persas (Kasi az gorbehaye irani khabar nadareh, Bahman Ghobadi, 2009)


A medio camino entre el documental y la ficción, esta cinta del kurdo iraní Bahman Ghobadi, nos dibuja una realidad sobre su país que uno desde este occidente nuestro, no sería capaz ni de imaginar. Y es que Ghobadi recorre las azoteas, los subterráneos, los callejones, los descampados de las afueras de Teherán para mostrarnos el panorama al que se enfrentan cada día los músicos jóvenes que tienen su referencias musicales en occidente.

Por la película van desfilando grupos de rock Indie, de jazz, de blues, de rap, de música tradicional, de todos los estilos posibles y mostrando que en la escena necesariamente underground de la capital iraní, se esconde una enorme riqueza musical que necesita salir a la luz.


En el régimen de los ayatollahs toda la música que no sea religiosa está prohibida, las mujeres no pueden cantar a no ser que lo hagan en grupo, y la policía hace redadas en los conciertos, se encarcela a los músicos, se les da una paliza o ambas cosas a la vez. En ese panorama represivo se mueven los tres protagonistas principales de la película, Ashkan y Negar, una pareja que intenta formar un grupo para viajar a Inglaterra para participar en un festival, y el que podríamos considerar su manager, Nader.

Los tortuosos caminos de la burocracia del régimen iraní, que les prohíbe tener pasaportes para salir fuera del país, negándoles, además, permiso para dar conciertos en público y para grabar un disco, les llevan a adentrarse por los caminos de la clandestinidad y forzar sus ahorros para poder pagar unos papeles que serán su visado hacia la libertad musical, porque su intención es la de regresar al país una vez celebrado el concierto.


Los tres empezarán a recorrer la escena musical de la capital, para encontrarse con músicos a los que denuncian los vecinos, incluso los niños, que se ven obligados a esconderse donde nadie les pueda oír, y a dar conciertos en los que al público se le avisa unas pocas horas antes para evitar la redada policial. Incluso los hay que ensayan en una nave con vacas.

A lo largo de la cinta se van sucediendo los grupos, a los que el director monta una especie de video clip para cada uno, a lo largo de los cuales vamos viendo los fuertes contrastes de una ciudad en la que podemos ver edificios tremendamente modernos, plagada de antenas parabólicas, mientras en los callejones se dan cita la miseria y la pobreza, con personas que duermen en la calle, en medio de una basura que comparten con legiones de ratas.


Ghobadi, que con esta película logró un premio en el festival de Cannes, no recurre al tono panfletario y simplemente nos va poniendo las cosas delante para que veamos la realidad y cada uno se forme la opinión que le parezca mejor y, tal vez por eso, las injusticias a las que se enfrentan los protagonistas hacen que nos pongamos aún con más convicción de su lado.

Censura gubernamental que también llega al mundo del cine, y a esta cinta en concreto, también. De ahí que el cineasta la colgara en Internet para que pudiera ser vista en el interior de un país que no duda en enviar a sus creadores, sean del ramo que sean, a la cárcel. “El 90% del arte producido en Irán es clandestino”, ha dejado dicho Ghobadi en alguna ocasión, y su propia mujer, guionista de la película, tuvo que pasar cinco meses en prisión.

martes, 14 de septiembre de 2010

En tierra de nadie (No man’s land, Danis Tanovic, 2001)


Tomando como referencia del humor surrealista balcánico a Emir Kusturica, esta película del bosnio Danis Tanovic se inserta de manera muy clara en esa corriente aunque sin ser tan disparatada como las de Kustu. Tanovic demuestra en esta cinta que se puede trasladar el horror de la guerra hasta el espectador, utilizando como vehículo el surrealismo, el humor ácido, y sin necesidad de grandilocuentes escenas de muerte y destrucción.

Valores que le valieron al cineasta el Óscar a la mejor película extranjera en 2001, premio que completo el obtenido en Cannes como mejor guión, el premio del público en San Sebastián, y el César a la mejor película extranjera. Tanovic sabe muy bien de lo que habla, no en vano conoció la guerra de Bosnia como documentalista para el ejército bosnio.


El absurdo de la guerra hace que coincidan en una trinchera abandonada en medio de las posiciones serbias y bosnias, un soldado de cada bando, además de otro malherido al que dan por muerto y al que los serbios colocan una mina trampa de tal forma que si alguien lo moviera estallaría. Ciki y Nino se ven en una situación absurda de tener que buscar una solución que les permita volver a sus puntos de partida para poder seguir matándose.

En ese escueto escenario de la trinchera, y los dos enemigos que no son capaces de ponerse de acuerdo para salir juntos del atolladero, se va construyendo una historia esperpéntica a la que luego se unirán los Cascos Azules (“los pitufos”) incapaces de tomar una decisión coherente enredados como están en un entramado de intereses y presiones internacionales imposibles de comprender, y que obligan a sus soldados a tomar decisiones imposibles en medio de la hostilidad general.


Una crítica hacia la pasividad internacional que se extiende hacia los medios de comunicación internacionales, más preocupados por conseguir una buena noticia que colocar en la conexión en directo con los informativos, y eso al precio que sea posible, olvidando que detrás de los dramas hay personas que sufren, víctimas que no le importan a nadie.

Toda la historia transcurre en un largo y cálido día de verano, donde el tiempo transcurrre de forma lenta, sólo agitado por momentos de violencia puntual con todos empeñados en demostrar que el otro es el culpable de la guerra a golpe de cañón de fusil. El final llega con el ocaso, un ocaso que nos deja un poso pesimista ya que Tanovic no deja resquicio a una esperanza acerca de la convivencia pacífica de los distintos pueblos que forman la antigua Yugoslavia.

Cierro con las palabras del propio director explicando el mensaje que quiso transmitir con esta película: “Quería que la película estuviera repleta de contrastes y elementos inarmónicos. Pero también tenía que mostrar que la falta de armonía y el odio no son naturales y que no aportan ninguna solución. Leí en alguna parte que el amor lleva la armonía a un conflicto sin que ninguna de las partes se destruya. El odio hace justamente lo contrario. Si el odio fuera el principio por el que se rigiera nuestra sociedad no quedaría ningún tipo de oposición en el mundo. Pero, como el fuego y el agua coexisten, creo que es el amor el que dirige el mundo”.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Elizabeth “Lee” Miller (Poughkeepsie, Nueva York, 1907; Chiddingly, Sussex, Inglaterra, 1977)


No es fácil resumir la agitada vida de esta primero modelo y luego fotógrafa, que desarrolló su labor artística entre los años 20 y 40, para luego abandonar totalmente el mundo de la fotografía y dedicarse a cocinar para sus amigos en su granja inglesa, por la que pasaron algunas de las figuras más destacadas del mundo del arte de aquellos años.

Vida agitada que se inicia en el seno de una familia cuando menos extraña. Y es que su madre se empeñaba en vestir de niña a su hijo mayor, y el padre, fotógrafo aficionado, tocaba una campanilla y su mujer y su hija sabían que tenían que presentarse ante él para posar para sus fotografías, en muchas ocasiones desnudas. A los siete años Lee Miller, sufrirá una violación, suceso que se atribuyó a un amigo de la familia pero que se sospecha que pudo ser obra de uno de sus tíos o incluso de su padre.


Sea como fuere, el traumático suceso le provocó una gonorrea, enfermedad que por aquellos años tenía un tratamiento complejo, duro y largo, suceso en el que algunos autores quieren ver el origen de la agitada vida sexual y sentimental de Miller. Con 19 años, el editor Condé Nast la salva de ser atropellada por un taxi en una calle de Nueva York, y ese encuentro casual derivará en el inicio de la carrera como modelo de Miller, que la llevaría a convertirse, muy pronto, en la portada de Vogue.

Con el gusanillo de la fotografía en el interior, inoculado por su padre y por Edward Steichen, quien la fotografiara en sus años como modelo, viajó a París en 1929. Viaje que culminaría con su encuentro con el surrealista Man Ray de quien se convertiría en su musa, amante, secretaria y colaboradora. Relación que fue tempestuosa por los celos de Man Ray ante la actitud libertaria que tenía Miller, y que la hizo regresar a los Estados Unidos para abrir un estudio de éxito junto con su hermano.

Estudio que dejará para casarse con un magnate egipcio y pasar algún tiempo en el país norteafricano ejerciendo de señora de, y haciendo algunas fotografías poco interesantes dentro de su obra. Cansada de la situación regresa a París en 1937, y en casa de Max Ernst conocerá al que años más tarde será su marido y padre de su hijo, Roland Penrose, principal biógrafo de Picasso artista que tomará a Miller como modelo para varias de sus obras y ésta le corresponderá haciéndole algunas de las mejores fotos que hay de Picasso.

En 1939 estallará la Segunda Guerra Mundial, pero al no estar todavía los Estados Unidos dentro de los países beligerantes, Lee Miller se ve obligada a quedarse en Londres trabajando para Vogue tomando fotografías sobre los bombardeos alemanes, y como el papel de las mujeres se vio trastocado por el efecto bélico, y las retrata como trabajadoras en las fábricas, conductoras, obreras.


Con la entrada en guerra de los Estados Unidos, Miller conseguirá una acreditación como fotoperiodista, influida por su compatriota, amante y también fotógrafo, David Scherman, y en 1944 desembarcará en el continente siguiendo la estela del ejército norteamericano tan de cerca que podrá documentar la primera vez que se utilizó el napalm en un bombardeo, en la ciudad francesa de Saint-Malo. En todas sus fotografías, incluidas las de guerra, la impronta surrealista seguirá manteniéndose como una constante, en este caso en lo que tiene que ver con los encuadres o las composiciones.

Siguió el conflicto bélico hasta su final, dejando testimonios sobrecogedores como el de esa hija de un burgomaestre de una ciudad alemana que prefirió, lo mismo que el resto de su familia, el suicidio antes que caer en manos de los ejércitos aliados. Los campos de concentración de Dachau o de Buchenwald, son escenarios del horror que Miller documentó con su cámara. Extraordinarias son esas instantáneas en las que se ven a antiguos guardianes de los campos apalizados por los que habían sido sus prisioneros. Miradas en las que se refleja todo el horror, el miedo por lo que va a pasar y por lo que ha pasado.

La miseria y la violencia de la postguerra marcó el final de la carrera de una Miller agotada tanto física como mentalmente, y la combinación de café y anfetaminas para mantenerse despierta y la de alcohol y somníferos para poder dormir. En 1946 regresa a los Estados Unidos y al año siguiente, cuando ya conocía su embarazo, regresó a Londres y se casa con Penrose.

La pareja compró una granja y Lee Miller nunca volverá a coger una cámara de fotos, volcando sus energías en la cocina. Tuvo una relación difícil con su hijo, y en 1975 le diagnosticaron un cáncer que acabó con su vida dos años más tarde.

martes, 7 de septiembre de 2010

Trisha Donnelly (San Francisco, USA, 1974)


El acercamiento a la obra de esta creadora multidisciplinar es ciertamente complejo. No sólo porque le gusta combinar las instalaciones, con la pintura, los recursos sonoros, el video, la performance, el dibujo, la fotografía sino porque con todo ello, compone unas obras de difícil comprensión y a las que sólo desde los terrenos más instintivos podemos darles un significado totalmente personal.

Los propios críticas artísticos tienen serias dificultades para hablar de forma concreta acerca de la obra de Donnelly, y en sus crónicas y artículos se nota un mayor contenido filosófico o incluso poético, que el que dan a escritos acerca de otros artistas. Así, de Donnelly se dice que el tiempo es el elemento fundamental en su obra, mientras que otros se decantan por la no identidad, empezando por los materiales que utiliza.


Unos materiales a los que da unas funciones distintas a las que suelen tener en el mundo del arte. Así, Brent Schneider escribía en el Chicago Art Criticism el pasado mes de mayo, que Donnelly es capaz de crear “un mundo rico con materiales inexplicables, imágenes e ideas” que no somos capaces de reconocer claramente como parte del mundo que nos rodea.

El mismo crítico dice en el mismo artículo, titulado La negación de la identidad de Trisha Donnelly, que el uso que hace la artista del mármol, uno de los materiales con mayor tradición artística a sus espaldas, lo utiliza de una forma “profanadamente contemporánea con el fin de mostrar la discrepancia entre el pasado y el presente”. “Una basa de mármol no es exactamente una basa de mármol, sino un altavoz que no es un locutor, sino un no no locutor. Los relieves no representan, no son naturales, no están hechos por la mano del hombre, no son figurativos, no son del mundo sensible”, añade el mismo crítico.


Con todo ello, más el uso del sonido, algo muy importante en la obra de Donnelly, esta artista crea una suerte de espacios psicológicos, metafísicos, en los que puede llegar a invitarnos a cerrar los ojos y escuchar “los sonidos que detienen el tiempo”. Unos sonidos que pueden provenir de instrumentos de percusión o de campanas, por ejemplo, que escuchamos como procedentes de una lejanía que no acertamos a colocar en un lugar determinado, y que más bien parecen proceder de una dimensión paralela a la nuestra.

Sensaciones sobre las que difícilmente podemos volcar los esquemas que nos sirven para entender nuestra realidad cotidiana, y eso termina por afectar a nuestras experiencias en las que no encontramos esos puntos de referencia básicos para situarnos en el tiempo y en el espacio.

Eso hace que de su obra se haya dicho (en la reseña sobre la exposición que tuvo lugar en el Hudson Showroom en 2005), que sus proyectos “poéticos” exponen “mitos acerca de la existencia y el poder y las posibilidades del arte”, y de ahí que alguna vez Donnelly se la denomine como una “creyente del arte”. “Si uno sucumbe a la contemplación del mundo que sugieren las piezas, los límites se expanden en una mezcla de imágenes, sonido y tiempo, capaz de producir una infinidad de nuevas sensaciones”, tal y como se señala en la reseña mencionada al inicio de este párrafo.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Vija Celmins (Riga, Letonia, 1938)


Hasta la llegada de la familia a los Estados Unidos, concretamente a Indianápolis en 1948, la infancia de esta artista se movió en el territorio de la incertidumbre. Con la Segunda Guerra Mundial en su apogeo, en 1944, debido a la entrada de las tropas soviéticas en las repúblicas bálticas, la familia tuvo que desplazarse a Alemania para permanecer en un campo de refugiados, que ya no abandonará hasta el viaje definitivo a los Estados Unidos.


Ya en el nuevo país, con un idioma desconocido, una Celmins de 10 años suplía las carencias lingüísticas dibujando aquellas cosas que no sabía como se llamaban en inglés. Esas vivencias de infancia se verán reflejadas en su arte, muy vinculado a la costa oeste norteamericana, con esos aviones que pasaban sobre su cabeza dejando su rastro de miedo en el aire, y que luego retomará durante la guerra de Vietnam en una crítica hacia ese conflicto.


Expresionismo abstracto, foto realismo, son algunos de los caminos que ha ido recorrido Celmins, desde que empezara a hacer fotografías del desierto o del mar para trasladar esos paisajes al lienzo, a unos cuadros basados en la realidad pero transmutados en paisajes abstractos que dejan una sensación de melancolía en el ambiente.


Unos motivos que en cierta manera recuperará unos años más tarde, en la serie de pinturas en las que reproduce cielos estrellados o telas de araña. “Los cielos nocturnos surgieron del lápiz, de apretar el lápiz tan fuerte y enamorarme de esa negrura”, según la cita de la artista que recoge Antonio Muñoz Molina en el artículo La pizarra del cielo, publicado en el periódico El País el 15 de mayo de 2010.


Reminiscencia de su infancia escolar, son las pequeñas pizarras en las que había que escribir con un pizarrín, antes de que se extendieran los cuadernos de papel, y que utiliza como soportes para un tipo de obras en las que son objetos cotidianos los que cobran protagonismo: huevos sobre una plancha, una mano anónima que dispara un revólver.

Una obra en la que en muchas ocasiones, la paleta de color es restringida, limitada a blancos, negros, grises, para conformar unas obras en las que no existe un punto central de referencia y sin profundidad. Unas obras que recorren un camino que se inicia en sus vivencias de infancia y que llegan hasta su comunión con el cosmos.