domingo, 31 de enero de 2010

Kader Attia (Dugny, Francia, 1970)


Nacido en Francia de padres emigrantes de origen argelino, ese tener cada uno de los pies en un mundo diferente, es algo que nos ayuda a entender algo del repertorio conceptual de este artista que pasa temporadas en África, concretamente en el Congo y que también ha residido en Venezuela. Un artista de dos orillas, situado un poco en tierra de nadie, sin sentido de pertenencia claro a ningún territorio físico, que empezó su despegue artístico hace aproximadamente una década con una obra que tituló La piste d’aterrissage (La pista de aterrizaje, 1997-1999), en referencia al lugar de París en el que se prostituían los transexuales de origen argelino, personas que habían sufrido persecución en su país de origen y que ahora, en un país nuevo, sufrían otro tipo de rechazo que les dejaba como única vía de supervivencia el sexo mercenario.


El compromiso social, la crítica a un consumismo desaforado, a las políticas capitalistas que están acabando con el planeta, el drama de la inmigración ilegal, la marginación, el olvido diario a determinados colectivos, forman el universo creativo de Kader Attia, que tampoco renuncia a dotar a algunas de sus obras de un cierto sentido del humor.


Así en Black and White (Blanco y Negro), realiza unas figuras femeninas en actitud orante hacia la Meca, con la particularidad de que las figuras están realizadas con unos bidones de petróleo, en los que si nos acercamos, sin embargo, descubrimos que han sido utilizados para transportar zumo de cítricos, ese tipo de fruta que el Islam trajo a occidente. El petróleo, ese fluido que mueve a nuestras sociedades y que, por eso mismo, marca muchas de las pautas destructivas en las que nos movemos, es un elemento que utiliza en Oil & Sugar (Petróleo y Azúcar), en la que va derramando ese líquido aceitoso sobre un cubo realizado a base de terrones de azúcar, lo que termina convirtiendo algo dulce en una masa oleosa de aspecto poco agradable.


Como no podía ser de otra forma, el drama de la inmigración también forma parte de su obra, con una instalación de 91 fragmentos de espejo situados en una playa de cara al mar, de tal forma que el reflejo de la luz del sol sobre ellos, los convierte en una suerte de faro para los que se encuentran mar adentro, señalándoles la ruta de llegada a una playa que promete ser acogedora. Sin embargo, según uno se va acercando al sueño, la realidad se impone y se encuentra con una costa hostil, peligrosa, amenazante y ya tiene muy poco de hospitalaria.


Sensación muy extraña es la que deja su instalación de figuras humanas en un parque cualquiera, realizando las acciones que los niños suelen ejecutar en esos espacios de esparcimiento. La peculiaridad de la escena viene motivada por el hecho de que las figuras están fabricadas en espuma y grano, mientras son devoradas por 150 palomas. El título de la obra, Flying Rats (Ratas voladoras).


“El choque con unas costumbres sociales diferentes, cuya aceptación es constantemente requerida, el rechazo y la marginación social producto del miedo a la diferencia y la dimensión mundial que ese rechazo ha ido adquiriendo en los últimos años, sobre todo tras el 11-S y la creciente crisis energética, nutren la obra de un artista cuya obra gira sobre un repertorio conceptual reducido en constante reelaboración y evolución material”. (Ramón Esparza)

viernes, 29 de enero de 2010

Wynton Marsalis, la trompeta del jazz



Desde por lo menos los años 80, este trompetista nacido en Nueva Orleans en 1961 en el seno de una familia de músicos de jazz (su padre era pianista, y sus tres hermanos también músicos de jazz), viene siendo considerado como una de los más grandes trompetistas de la historia y uno de los más reputados defensores de las formas tradicionales de ese ritmo puramente norteamericano con raíces muy profundas en Europa.

Un trompetista que lo mismo toca jazz que música clásica, hasta el punto de que ha ganado Grammys en las dos categorías. Dualidad que Marsalis explicaba así en una entrevista publicada en El País el pasado mes de julio: “Yo no siento que exista tanta diferencia en el hecho de tocar una u otra música, aunque sí es cierto que la forma en que debe prepararse una interpretación clásica y una de jazz no tienen nada que ver. Al final es como un matrimonio: se trata de ver lo que existe en común en lugar de fijarse únicamente en las diferencias. Así es como se llega a una colaboración exitosa. Yo trato de ser un símbolo de eso.”

Una trompeta la de Wynton Marsalis que tiene una base ineludible en la forma de tocar de dos grandes como fueron Freddie Hubbard y Miles Davis. Las coincidencias con la forma de tocar de Miles hicieron que su propio estilo quedara un tanto eclipsado, hasta que durante los años 80, los críticos empezaron a valorar la aportación que Marsalis estaba haciendo al mundo del jazz.



Hace unos meses me regalaron el disco Wynton Marsalis Live At The House Of Tribes, producido por su hermano menor Delmayo Marsalis, en el se recoge un concierto en directo que tuvo lugar el 15 de diciembre de 2002, en un pequeño local del Lower East Side de Nueva York, The House of Tribes. Para la grabación, Marsalis se rodeó de Wessell “Warmdaddy” Anderson (saxo alto), Eric Lewis (piano), Kengo Nakamura (bajo), Joe Farnsworth (batería), Robert Rucker (tambourine) y Orlando Q. Rodríguez (percusión).

Un disco realmente fantástico, grabado en un local muy pequeño en el que apenas si caben 50 personas, y en el que demuestra que el jazz puede llegar a ser un idioma universal capaz de unir bajo su manto a personas de todos los colores, credos y extracción social, todos unidos por la pulsión del swing, del ritmo contagioso, en definitiva, por el ritmo de la vida.

Como se dice en el libreto del disco: “Él, como todos los grandes músicos de jazz, proviene del pueblo y lleva el mensaje del pueblo al pueblo, que consiste, fundamentalmente, en las buenas noticias que nos da la vida”. Esa es la filosofía de este disco de seis temas: Green Chimneys, Just friends, You don’t know what love is, Donna Lee, What is this thing call love, y 2nd time. Un puñados de canciones que rebosan optimismo y con uno de mis temas favoritas de la historia del jazz como es What is this thing called love (¿Qué es esta cosa a la que llamamos amor? video con el que abro este artículo), en la que podemos sentir ese estado de ánimo exultante y también de cierta confusión que nos produce ese sentimiento.

Un disco que reúne todo lo que se puede pedir al buen jazz, a saber: “ritmo, melodías imaginativas, sorpresas harmónicas, frescura rítmica, y un sentido colectivo de la improvisación”. Eso lo escribe Stanley Crouch en el libreto de la grabación y yo no sería capaz de expresarlo mejor. Pasen y escúchenlo. Una joya.

martes, 26 de enero de 2010

Martha Rosler (Brooklin, Nueva York, 1942)


De la pintura al vídeo, de la escultura a la fotografía, de las instalaciones a las performances y el vídeo, son los caminos expresivos que ha utilizado o utiliza esta artista norteamericana que empezó mostrando su obra en periódicos gratuitos o en forma de carteles y fotocopias, y que ahora está presente en todas las grandes instituciones artísticas del mundo. Un camino que no la ha llevado a descafeinar su propuesta en la que destaca el fuerte compromiso político, social y, sobre todo, feminista.

Allá por los años 60 empezó embarcándose en un navío que le llevó a surcar aguas cercanas a los postulados pop y de un cierto surrealismo (ella misma reconoce la influencia que ese momento tenía de Max Ernst), aunque esa fase duró poco para pasar a ser sustituida por la “creación de una representación espacial racionalizada, el espacio del realismo fotográfico (…)”, según se recoge en una entrevista concedida a Alan Gilbert y que aparece reproducida en la web salonkritik.net.


Por esa época también va a entrar en contacto con los postulados feministas que se habían reactivado después de parón producido por la Segunda Guerra Mundial y la década de los 50, y que se reactivaron en los 60, periodo también definido por la guerra de Vietnam contra la que Rosler protestó a través de su obra. Así, empezó a realizar fotomontajes en los que se combinaban escenas cotidianas de los hogares norteamericanos, muchas veces mujeres realizando labores domésticas para poner de manifiesto la cosificación de la mujer confinada al hogar, a lo que añadía imágenes bélicas, como si la guerra estuviera entrando directamente por la cocina de los hogares que representan el modo de vida americano.


Imágenes poderosas, inquietantes, que motivan a pensar y con las que Rosler, además, quería llamar a la acción, a la toma de conciencia. “En mi obra trato de abrir un hueco, un espacio en el que espectador pueda entrar y repensar los mensajes recibidos”, dice la artista en la entrevista ya citada. Una fórmula en la que volverá a incidir en los años 2000 en relación con la guerra de Iraq con alguna pequeña diferencia. Y es que esas imágenes están realizadas con la intervención de PhotoShop e impresas digitalmente, y como los estereotipos sociales de los 60 y los de los 2000 no son los mismos, en lugar de atareadas amas de casa, aparecen modelos, masculinos y femeninos, con todo su lujo y glamour compartiendo existencia con la violencia y el sinsentido de la guerra.

La amplitud de la reflexión de la obra de Martha Rosler está en las antípodas del discurso de lo políticamente correcto, y abarca tanto los espacios públicos como los privados relacionados con el hogar, las relaciones personales del día a día, en una suerte de radiografía total de las circunstancias que nos rodean a diario, y que la lleva a estar en contacto con multitud de activistas, de grupos preocupados por los sin techo, por el urbanismo de la ciudad de Nueva York y muchos otros. Se ha escrito que su ambición “es la de una toma de consciencia entre la reflexión, el juego y la información”, en palabras de Jaume Vidal Oliveras, quien también afirma que “podemos apuntar metafóricamente este arte de compromiso y sensibilidad política como una cacofonía más en esta sociedad de la información que desinforma, temática a la que la artista alude en varias ocasiones y en la cual ella misma está inmersa”.

“He trabajado alrededor de la comida, la ropa y la casa porque son cosas que todos compartimos. En particular he tocado la relación de las mujeres con la comida, ya sea como consumidoras o productoras, porque es una necesidad básica que se ve transformada completamente por nuestra vida social y cultural. Es una forma de micropolítica que se puede leer como macropolítica”. (Martha Rosler)

miércoles, 20 de enero de 2010

Séraphine (Martin Provost, 2008)


Ni una obra maestra como opinan unos, ni un bodrio infumable como dicen otros. Después de ver esta película francesa yo me quedo en un punto intermedio, ni tanto ni tan poco. Una historia que se llevó siete estatuillas en los premios César (los Óscar de Francia), incluyendo el de mejor actriz que fue para Yolande Moreau, la encargada de dar vida a Séraphine Louis, la protagonista absoluta de la película, tanto que hasta le da el título a la misma.

Sucintamente, se nos cuenta una parte de la vida (cuando se inicia el relato Séraphine ya pasa de los 40 años), de una mujer sencilla que vive de hacer tareas domésticas en casas ajenas y que siente un impulso irrefrenable de pintar siguiendo unas voces celestiales que la impelen a pintar siempre elementos de la naturaleza, fundamentalmente árboles y flores. En estas llega a su pueblo, Senlis, el marchante de arte alemán Wilhelm Uhde (Ulrich Tukur), un profesional con buen ojo que fue uno de los primeros en descubrir la pintura de personajes como Picasso o Rousseau el Aduanero.


Un día, por casualidad, descubre una pequeña tabla de Séraphine y se interesa por una obra en la que encuentra algo cautivador, primitivo, sincero, directo, y anima a su protagonista a seguir pintando. La relación entre ambos personajes no quedará libre de las vicisitudes bélicas y económicas (crisis del 29), hasta llegar a su desenlace.

Provost rodea a su película de un ambiente inequívocamente francés, que ya hemos visto en multitud de filmes llegados de aquel país, para dejarnos una historia que algunos califican de minimalista por su sencillez, su parquedad en unos diálogos en los que apenas si hay cosas superficiales, para una película de corte biográfico (Séraphine Louis existió realmente y vivió entre 1864 y 1942) en la que las personas y sus relaciones, su imaginario personal, su relación con el mundo del espíritu, son el eje central de todo lo que acontece.


Tiene un interés especial para aquellos amantes del arte, que podrán descubrir a una pintora muy poco conocida, que desarrolló su obra en un momento de gran efervescencia artística en el continente europeo y marcado profundamente por dos guerras mundiales y una crisis económica también de escala global. Séraphine tiene su fuente de inspiración en la Virgen y demás corte celestial, hasta el punto de que cuando pinta canta canciones religiosas, y sigue esas voces mientras gobierna los pinceles hasta caer derrotada por el cansancio.

Un camino artístico en el que conocerá todos los estadios más o menos clásicos, desde el descubrimiento casual, hasta su crecimiento como artista que le permitirá vivir de su arte, y el desplome final que la llevará al sanatorio mental y la muerte en la indigencia. La propia Moureau definió a su personaje como una virgen arrasada por su amor a la naturaleza y a Dios y que apenas conoció el éxito a pesar de su enorme talento, según se recoge en una información sobre la película facilitada por la Agencia EFE. No esperen grandes cosas pero si pueden veanla.

domingo, 17 de enero de 2010

Julio González (Barcelona, España, 1876, Arcueil, Francia, 1942)


Cuando este escultor entre de lleno en la vanguardia ya será un artista maduro, de 50 años de edad, y que antes había pasado por lo artesanal, el noucentisme, el cubismo, el constructivismo, las máscaras africanas, incluso el surrealismo, para llegar de pleno a la abstracción y terminar pisando terrenos que tienen que ver con el expresionismo, con obras como su Montserrat, convertida en todo un símbolo de la barbarie de nuestra guerra civil.

Los inicios de la andadura artística de Julio González, están en el taller familiar e su abuelo y de su padre, y en el que trabajará junto con su hermano Joan, hasta que en 1900, una vez muerto su padre, deciden cerrar las puertas de la empresa familiar y poner rumbo a París, ciudad en la que Julio entrará en contacto con Picasso, Gargallo o Juan Gris.

En el dibujo y la pintura dio sus primeros pasos artísticos, con unas obras en las que se pueden ver referencias a Degas o Puvis de Chavannes, con acercamientos al simbolismo para pasar luego a referencias más clásicas (Rodin era uno de sus artistas favoritos) más en consonancia con el espíritu del noucentisme catalán. Ya metido en los años 20, se aprecia como poco a poco va abandonando la pintura, para centrarse en el trabajo con el metal, fundamentalmente el hierro, con obras formadas por piezas recortadas y curvadas que empiezan a marcar un rumbo que se consolidará cuando entre en contacto con Picasso.

El encuentro con el genial pintor malagueño, va a ser decisivo, y es que entre 1928 y 1932, ambos colaborarán muy estrechamente para levantar en hierro (Julio González es considerado como el padre de la valoración del hierro como material artístico, sacándolo así del uso tradicionalmente artesanal), una serie de obras que Picasso había concebido en ese material. Eso hizo reflexionar a Julio González y le hizo entrar de lleno en un lenguaje abstracto y en la valoración de un elemento que se va a convertir en fundamental en su obra y en la escultura del siglo XX: el vacío.

La combinación entre su domino de la técnica del trabajo con el hierro, y su sensibilidad e imaginación, va a generar un caudal de obras estilizadas, que rompen con el peso del hierro llegando a dar la sensación de que son obras ligeras, y en las que se integra el espacio que las rodea, sustituyendo la forma compacta por las abiertas de tal forma que el espacio, el vacío que las rodea, pasa a ser parte también de la escultura. El propio artista refería a sus obras realizadas con finas varillas de hierro, como “dibujar en el espacio”.

En 1937, el Pabellón de la República Española en la Exposición Internacional de París, acogió a La Montserrat, una representación de una campesina que lleva a su hijo en brazos y que porta una hoz en la mano, símbolo de rechazo a la violencia que estaba sufriendo nuestro país en medio de la indiferencia de las democracias europeas. De esa figura hará distintas versiones incidiendo en su carácter expresionista expresando en forma de grito toda la angustia de millones de españoles.

miércoles, 13 de enero de 2010

Hannah Höch (Gotha, Alemania, 1889, Berlín, Alemania, 1978)


A pesar de ser una artista conocida desde mucho antes, y de empezar a exponer en galerías al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la figura de Hanna Höch no sería plenamente reconocida hasta el año 1971, gracias a las gran exposición que hizo la Academia de Bellas Artes de Berlín, sólo siete años antes de su fallecimiento después de más de seis décadas de creación.

Una mujer nacida en el seno de una familia pudiente, y a la que el nacimiento de su hermana, cuando ella tenía 15, la obligó a dejar sus estudios para ocuparse de su hermana hasta que ésta cumplió seis años, lo que produjo el consiguiente retraso en su formación, algo que no impediría que se convirtiera en una de las artistas de referencia del siglo XX, pionera, junto a Raoul Haussman, con quien viviría una tormentosa relación sentimental durante siete años, del fotomontaje.


La Primera Guerra Mundial la sorprende en la ciudad de Colonia en 1914, y hasta un año después no podrá regresar a Berlín para continuar sus estudios artísticos. Será en la capital alemana donde entre en contacto con el movimiento Dadá, en el que fue recibida con reticencias por su condición de mujer, y con el Novembergruppe, ya en los primeros años 20. Con éste grupo de ideología socialista, Höch elaborará un discurso artístico de fina ironía y agudo sentido del humor. Como se ha escrito alguna vez, de la “soledad hace un espacio en el que investigar creativamente, de la política alemana y los movimientos sociales toma la estética de sus imágenes; todo ello se resuelve finalmente en su obsesión plástica: el collage paradigma formal y método de investigación del fragmento, la dispersión y la interpenetración entre imagen y texto”.


Años en los que conocerá a Kurt Schwitters, que la invitará a participar en la revista Merz y, ya separada de Haussman, contactará con Tristan Tzara, Hans Arp, Theo van Doesburg o Lazslo Moholi-Nagy, además de la escritora holandesa Til Braugman con la que vivirá un largo romance de casi una década de duración.

Juan Vicente Aliaga, curador de una exposición realizada en el Museo Centro de Arte Reina Sofía en 2004, explicaba en aquel entonces las claves artísticas de Höch de la siguiente forma: “Desde una edad temprana, decide recomponer la imagen del cuerpo humano sin tapujos, con la idea de fotomontaje, que prefería al de collage, a base de recortar fragmentos de imágenes de revistas y periódicos que añade a otros fragmentos de cuerpos, que no fotografía, como hacía Heartfield. En este rediseño del cuerpo humano, del cuerpo de la mujer y del varón, mezcla las culturas africanas y asiáticas con las europeas, y es una pionera de la redefinición del cuerpo de la mujer”.

La Segunda Guerra Mundial la pasará en una suerte de exilio interior en Alemania, acosada por los nazis quienes la consideraban un paradigma de “artista bolchevique”, y con grandes dificultades pudo esconder en su casa un buen número de obras de arte dadaístas que sirvieron, una vez finalizada la contienda para reivindicar ese movimiento artístico. Durante ese periodo, la obra de Höch se oscureció y adquirió un tinte pesimista que se diluyó con el final de la contienda bélica.

Años 60 y 70 en los que la artista siguió empleando el collage y el fotomontaje, para seguir indagando e ironizando sobre el papel y la imagen que se daba de la mujer alemana, y sobre las relaciones entre personas del mismo sexo especialmente las mujeres, que siempre estuvieron en el centro de su producción artística.

domingo, 10 de enero de 2010

Arráncame la vida (Roberto Sneider, 2008)

En 1985, la escritora Ángeles Mastretta, publicó una novela de gran éxito con el título de Arráncame la vida, un título de bolero que luego serviría para bautizar a la película más cara de la historia del cine mexicano, y que fue elegida por el país azteca para concurrir a los Oscar en la categoría de Mejor Película Extranjera, nominación que finalmente no pudo conseguir.

La inversión tuvo su reflejo en la taquilla, y, lo mismo que le había ocurrido en su día a la obra literaria, se convirtió en un éxito. Una película que vi en los últimos días del año 2009 gracias al DVD, y de la que tengo que decir que me ha dejado un tanto indiferente en líneas generales. Y es que me parece a mí que a la cinta le falta pulso narrativo, poner un mayor énfasis para conseguir momentos de esos que te agarran por la solapa y te dan un meneo que no puedes olvidar.


Pero antes, tal vez debería de explicar que la historia que nos cuenta es la de una joven de 15 años, con ganas de que le ocurran cosas, interpretada por Ana Claudia Talancón, que se deja deslumbrar por un general salido de la revolución de los años 30, al que da vida Daniel Giménez Cacho, y con el que descubrirá el mar y el sexo, y con el que termina casándose para descubrir que con ello pierde totalmente su libertad, además de descubrir que su marido no duda en eliminar físicamente a sus rivales políticos, gracias a lo cual llegará a ser gobernador del estado de Puebla y luego miembro del gobierno de la República, mujeriego empedernido y con varios hijos nacidos de esas relaciones.

Lo más interesante que le encontrado a la película, es la oportunidad de conocer un poco más la historia del país hermano durante las décadas de los años 30 y 40, años a lo que parece, dominados por los caciques, las elecciones manipuladas, y un machismo que considera a las mujeres como meras propiedades del hombre sin más discusión.


La protagonista, Catalina, vivirá un proceso de crecimiento personal, y buscará encontrar sus espacios de rebeldía, de autoafirmación, y le paga a su infiel esposo con la misma moneda cuando conoce a un director de orquesta (José María de Tavira), un hombre sensible y políticamente comprometido del que se enamora y con el que vivirá una apasionada y clandestina historia de amor, mientras su marido está totalmente pendiente de los movimientos políticos que tendrá que hacer para alcanzar la presidencia de la República.

La tragedia rondará a los personajes hasta desencadenar un final al que le falta garra, mientras Catalina camina por el desierto por un camino desolado y desolador, el espectador se levanta de la butaca (del sillón en mi caso), y pasa a pensar en cualquier otra cosa con la sensación de haber visto un melodrama histórico muy bien ambientado construido sobre unos cimientos a los que les falta profundidad. Fotografía y música, son otros de los dos elementos que destacaría en la cinta.

viernes, 8 de enero de 2010

Un trienio

Era una noche de un frío 9 de enero de 2007, cuando empezaba a cristalizar una idea que me venía rondando por la cabeza desde hacía algún tiempo. Esa idea no era otra que la de poner en el mundo digital una suerte de diario cultural o, lo que es lo mismo, dejar a la vista de todos una serie de ideas, pensamientos, conocimientos, acerca de mis aficiones y gustos relacionados con el mundo de la cultura.

Una andadura siempre al filo del bordillo de una calle iluminada apenas por una tímida luz de medianoche, de palabras acunadas en rincones de la experiencia, pero también de la inexperiencia, palabras capaces de hacer llegar al lector atento algún resquicio de saber, pequeño, eso sí, y ganas de aprender.

Como el Universo, el pequeño diario se ha ido expandiendo, en propuestas, lectores y visitas de una amabilidad siempre agradecida. Luces en un lugar frío, en el que las distancias están a un toque de ratón, y en el que habita una hermandad de seres anónimos que, de vez en cuando, se materializan en huellas que nos dicen que por ahí fuera hay vida.

No pensaba que esta aventura iba a llegar a estas alturas. Gracias a todos por la presencia y por el ánimo, porque si escribir tiene que tener sentido para uno mismo, ese sentido aumenta cuando otros le dan forma de lectura.

miércoles, 6 de enero de 2010

Albert Camus

No soy de los que predican la virtud; demasiados la confunden con la debilidad. Si tuviera algún derecho, les predicaría más bien la pasión. Quisiera que no cediesen cuando se les diga que la inteligencia está siempre de más, cuando se les pretenda probar que es lícito mentir para triunfar más fácilmente. Quisiera que no cediesen ante la astucia, ni ante la violencia, ni ante la abulia. Entonces, el hombre volverá a sentir ese amor por el hombre, sin el cual el mundo sólo sería una inmensa soledad.

domingo, 3 de enero de 2010

Alain Bashung (París, Francia, 1947-2009)



¿Me has echado de menos? Esa pregunta aparece repetida en varias ocasiones en la canción Je t’ai manqué, incluida en el disco Bleu Petrole (Petróleo Azul, 2008) que fue el último disco de Alain Bashung que vio la luz antes de su fallecimiento el pasado mes de marzo cuando contaba 61 años de edad, derrotado por un cáncer de pulmón.

Se trata del cantante francés más premiado de aquel país, y precisamente 15 días antes de su fallecimiento, se llevaba los premios al mejor intérprete masculino del año, el mejor álbum y la mejor gira, premios todos ellos empequeñecidos al lado del que le habían concedido en el año 2005 al mejor álbum de los últimos 20 años en Francia. El disco era Fantaisie militaire (Fantasía militar, 1998).

En la música de Alain Bashung se dan la mano el folk, el rock y la Chanson y se convirtió en una figura absolutamente imprescindible para entender la música contemporánea en el país vecino. Una figura de la que se dijo que había venido a ocupar el lugar que con anterioridad había ocupado Serge Gainsbourg, lo que dicho en Francia son palabras más que mayores, además de ponerlo al nivel de otras grandes figuras de la Chandon como Brel, Barbara, Brassens y otros.



“Nos ha abandonado un príncipe, un inmenso poeta, un cantante comprometido”, dijo el presidente de la República, Nicolas Sarkozy cuando se conoció la noticia de este músico, también actor (su primera aparición en el cine fue en la película El cementerio de automóviles, de Fernando Arrabal), que nunca conoció a su padre mientras su madre trabajaba de panadera.

Su relación con la música vino, por un lado, por la radio y, por otro, de una base norteamericana próxima a la casa de sus abuelos, donde descubrió el rock. La música se fue abriendo camino en su vida hasta que decidió abandonar sus estudios de contabilidad para coger la guitarra y la armónica e iniciar una carrera que, al principio, fue un tanto irregular formando parte de diversas bandas de distintos pelajes.

Las cosas cambiaron radicalmente cuando, en 1974, entre en contacto con le letrista Boris Bergman con quien compondrá el tema Gaby, oh Gaby, un single del que vendería, en 1980, más de un millón de copias, y ahí empezó todo. Ese tema estaba incluido dentro del disco Roulette Ruse (Ruleta rusa). Al año siguiente, pondrá en el mercado Pizza, un álbum en el que destacan los sonidos roqueros y que tendrá también una gran acogida.

La influencia que ejerce sobre su música el rock, quedará plenamente puesto de manifiesto en el disco Osez Joséphine (Osad Josefina, 1991), en el que hace versiones de algunos clásicos del rock norteamericano, y eso después de que en sus inicios compusiera una canción en la que preguntaba. Y eso lo mantendrá a lo largo de su carrera, sin perder por ello sus raíces nacionales ancladas firmemente en la Chanson.

Con su voz tremendamente personal y acompañado por su guitarra, decía en su última aparición sobre un escenario, precisamente la que le llevó a recoger sus últimos premios musicales, vestido con un sombrero y unas gafas de sol debajo de los cuales intentaba disimular los estragos de la enfermedad, decía que recordaría aquel momento durante toda la vida. Ahora somos nosotros los que podemos hacerle esa promesa póstuma. Su música dejaremos que nos acompañe y nos aliente en este viaje solitario que es la vida.

viernes, 1 de enero de 2010

Sam Peckinpah, el poeta de la violencia

(Artículo firmado por Carlos Boyero y publicado en el periódico El País el 31 de diciembre de 2009)

Ocurre en el arte y en la vida que determinados creadores y seres anónimos que están lejos de la perfección, en los que transiges con sus defectos casi tanto como admiras sus virtudes, poseen el don de enamorarte siempre, conectan con tus fibras más íntimas, te hacen sentir, se te pone un nudo en la garganta cuando desaparecen de este mundo, mantienen un lugar imborrable en tu memoria, los vas a echar de menos hasta tu último día.

Con los seres cercanos sólo te sirve el recuerdo para evocarlos. Con los libros, la música y las películas no existe esa limitación, ya que la desaparición de sus autores no es impedimento para que puedas seguir gozando de todo lo que crearon.

Esta semana hace 25 años que murió Sam Peckinpah. No poseo ningún director vivo, incluidos los extraordinarios Clint Eastwood, Woody Allen y Martin Scorsese, con la dimensión mítica y tan cercano a mis emociones (aunque nunca haya disparado un tiro ni montado un caballo) como este juglar de los espacios abiertos, épico y lírico, bronco y tierno, retratista incomparable de la violencia interna y externa y de perdedores con aura o exclusivamente cochambrosos, de desesperados con causa o sin ella, de profesionales que no van a morir en la cama, de amistades traicionadas que parecían inquebrantables, de principios morales y códigos de conducta en matadores presuntamente amorales, de gente que vive o sobrevive en el límite, cercana al ocaso.

Mi bautizo en ese cine de aroma y personalidad inconfundible ocurrió en Duelo en Alta Sierra. La muerte de Joel McCrea despidiéndose de su socio y de las montañas podría llevar la firma del mejor John Ford. Las grandes películas de Peckinpah siempre acaban con la muerte. De los malos y de los buenos. Lo segundo es inexacto, ya que cualquiera de sus personajes buenos no dudaría en meterle un balazo en la sesera a cualquier impedimento con forma humana. El legendario Pike Bishop, el jefe del grupo salvaje, advertía a los rehenes de su asalto al banco: "Si se mueven, mátalos".

El mayor Amos Dundee lograba finalmente acabar con el apache Charriba y cruzar la frontera de Río Grande a costa de perder en su obsesivo viaje a su sudista álter ego, el capitán Benjamin Tyreen, y a la única mujer que podría haber arreglado su torturada existencia. El suicidio que más me ha impresionado en la historia del cine es el de Bishop y su banda. Consecuentemente, mueren matando, gritando "¿Por qué no?" (expresión nihilista y habitual en el mundo de Peckinpah), con el pretexto de que intentan liberar a su socio mexicano.

Cable Hogue, el desamparado de Dios y de los hombres, el agonizante cuya fe encontró agua en el desierto, también acaba trágicamente sus días, pero éste tiene el consuelo de ser enterrado por la puta que ama y de que el predicador canalla que ha sido su problemático socio le dedique el más hermoso y complejo sermón fúnebre.

El reconvertido Pat Garrett rompe el espejo que le devuelve su indeseada imagen después de matar al forajido Billy The Kid, a su antiguo amigo, al tipo que se negó al pragmático cambio que le exigían los nuevos y arteros tiempos. El volcánico borracho que iba a triunfar por primera vez en su vida entregando la cabeza de Alfredo García decide montar el infierno y que éste se lo trague en nombre de una anhelada dignidad.

El maltrecho jinete de rodeo Junior Bonner no muere, pero sabe que lo tiene muy crudo para seguir tirando. Tampoco el acorralado matemático que acaba cargándose a los feroces perros de paja, pero ya nunca podrá identificar el camino de su casa.

Peckinpah también hizo películas olvidables, mediocres caricaturas de sí mismo. En las últimas, los estragos de la vida le pasaron factura a su arte. Da igual. Cuando estuvo en forma su cine fue duro, complejo, emocionante, poético e inmejorable. Creó escuela, pero sus esencias no admiten el plagio. Es uno de los grandes.