martes, 31 de agosto de 2010

La balada de Cable Hogue (The ballad of Cable Hogue, Sam Peckinpah, 1970)


Entremedias de Grupo Salvaje, cuyo montaje estaba culminando cuando empezó a rodar esta película, y Perros de paja (Straw dogs) que firmará en 1971, este cineasta “maldito” rueda La balada de Cable Hogue, una película ciertamente peculiar dentro de su filmografía, que fue un fracaso y que pudo rodar gracias la éxito de Grupo Salvaje.

Acostumbrado como estaba el público a que el cine de Peckinpah contuviera altas dosis de violencia a cámara lenta, no supo ver las cualidades que adornan a esta peculiar comedia del oeste en la que un personaje al que da vida un fantástico Jason Robards, llamado Cable Hogue, logra sobrevivir en el desierto después de que dos de sus socios lo abandonen a su suerte, y no sólo eso, sino que además consigue encontrar los dos únicos acres de desierto en los que existe agua potable.


Ahí empieza esta singular historia adornada con toques de comedia sarcástica, de esos que te hacen sonreír pero que dejan un regusto extraño, cuando nos damos cuenta de que estamos asistiendo al final de una era, la de los hombres solitarios, duros, capaces de sobreponerse a las penalidades para triunfar. Hombres uraños poseedores de un extraño código ético, adaptados a un medio hostil en el que sólo podrá salir adelante aquel que sea capaz de comprender las normas que la naturaleza marca de forma inapelable.

Hogue sólo sale de su particular oasis para ir a la ciudad más próxima para legalizar su posesión, y mantener encuentros con una prostituta, Hildy, cuyo sueño es viajar a San Francisco para convertirse en una gran dama, y con la que vivirá una particular historia de amor que pondrá al protagonista en la tesitura de tener que elegir entre la venganza o el amor.


En un momento determinado, Cable recibirá la ayuda de un particular predicador más interesado en “absolver” los cuerpos de sus feligresas que de salvar sus almas, y que al final de la película deja un parlamento que merece la pena ser escuchado con toda atención.

Un western realmente crepuscular, rodado en unos años en los que el género estaba dando sus últimos pasos, en el que no hay acción, donde todo va transcurriendo al ritmo que marcan las diligencias que tienen que parar obligatoriamente en el Pozo Cable para dar de beber a los caballos y de comer a los pasajeros. Un paraíso anclado de forma frágil sobre las arenas del desierto por las que muy pronto dejarán de transitar las diligencias para dejar paso a “coches sin caballos”, mucho más feos pero que van a transformar el mundo de una forma decisiva.


Cable es un hombre hecho por y para el desierto, por y para una forma determinada de vida, y, tal vez por eso, cuando intente abandonarlo definitivamente para cambiarlo por la “civilización”, el mundo moderno le pasará literalmente por encima. El final de Cable es el final de una forma de vida.

domingo, 29 de agosto de 2010

Fuenteovejuna (Compañía Antonio Gades, Teatro Jovellanos, Gijón 2010)



Dentro de la programación de danza del gijonés Teatro Jovellanos, el pasado día 28, se pudo ver la que fue la última coreografía de Antonio Gades, y que no es otra que la traslación al lenguaje de la danza de la historia de Fuenteovejuna, ese pueblo cordobés que durante el reinado de los Reyes Católicos se levantó contra los abusos del comendador, y que narró de forma tan genial Lope de Vega.

La obra se estrenó en la Ópera Carlo Felice de la ciudad italiana de Génova en diciembre de 1994, y al año siguiente se pudo ver en el Teatro de La Maestranza en Sevilla, y ahora la Fundación Antonio Gades, de la mano de la directora artística Stella Araúzo, que formaba parte del elenco de bailarines de esta obra en 1994, ha recuperado la coreografía original.

Un montaje que transcurre sin interrupciones, con un ritmo fluido, con las transiciones ocurriendo de una forma natural, sin estridencias, donde todo ocurre con naturalidad, con sencillez al servicio de una historia de fuertes sentimientos en la que nos encontramos con el amor, con la rabia, la fuerza, la rebeldía, también con la resignación y con una gran solidaridad entre los miembros de un pueblo que deciden poner fin, todos a una, a los abusos.


Y en eso las mujeres tienen un papel fundamental, ya que son ellas las que impulsan a todo el pueblo a actuar, a no permanecer impasibles ante un comendador canalla que piensa que es omnipotente y que los campesinos sólo tienen que obedecer y resignarse.

Cada estampa tiene su propia música, y así nos encontramos con canciones de trabajo, con jotas, guitarras andaluzas, percusiones, la música de Modest Mussorgsky o el romance asturiano Ay un galán de esta villa. Músicas y ritmos de distintas esquinas de este país para acompañar a unos bailarines que rayan a gran altura, algo especialmente palpable en los cuatro protagonistas principales: Cristina Carnero (Laurencia), Ángel Gil (Frondoso), Alberto Ferrero (Alcalde) y Joaquín Mulero (Comendador).


La única pega vino por la parte de uno de los cantaores que no tenía la garganta en perfectas condiciones, y dejó escapar unos gallos espantosos, poniendo el único lugar a una obra por lo demás redonda y llena de grandes momentos, como las estampas que nos regalaron a los espectadores a modo de saludo, con los bailarines componiendo una suerte de fotografías fijas de algunos de los momentos cumbre de la historia.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Jay DeFeo (Estados Unidos 1929-1989)


El fallecimiento de Defeo a causa de un cáncer, dejó al panorama artístico de la costa Oeste norteamericana sin una de sus figuras de referencia de la Generación Beat, esa que reunió a personajes como Allan Ginsberg, Bruce Conner, Michael McClure o Wallace Berman.

Una artista que a pesar de su potencia, tardó en salir del reducto de San Francisco, ya que no sería hasta 1990, gracias a una exposición del Berkeley Art Museum que luego viajó por los Estados Unidos, cuando su figura fuera reconocida a todo lo largo y ancho del país.

Aunque por lo dicho en los dos párrafos anteriores pudiera parecer que DeFeo fue una artista “provinciana”, eso no es así ni mucho menos. Durante su periodo de estancia en la Universidad de Berkeley, entró en contacto con el arte de los nativos de su país, y luego, en Inglaterra estudiará las formas artísticas prehistóricas y africanas, y después trabajará una temporada en París con viajes por el continente y el norte de África, y en Florencia empezará a fijarse la iconografía fundamental de DeFeo.

Una iconografía que parte de elementos reales, de las formas de los objetos cotidianos como arranque para proceder a su deconstrucción y volver a ensamblar el resultado hasta conformar unas obras predominantemente abstractas y con un contenido emocional y una suerte de “energía poética” (según la definición de Patricia Johnson), que dejan en evidencia, como dice Margaret Knowles un proceso creativo “meticuloso y compulsivo”.

Tanto que la que es la obra más famosa de la artista, y que ha llegado a eclipsar a buena parte de su obra posterior, titulada The Rose (La Rosa) la tuvo ocupada entre 1958 y 1965. Siete años para dar forma a “una de las obras más densas que se ha hecho nunca”. Una obra que a su finalización pesaba alrededor de una tonelada y que tardó varios años en secar totalmente. Una obsesión que se tradujo en problemas de salud que mantuvieron a DeFeo alejada del arte durante cuatro años.

DeFeo muy pronto empezó a cuestionarse la jerarquía de los materiales artísticos, y dejó muestra de su arte en géneros como el dibujo, la fotografía o el collage. “Lo mundano y lo místico le sirven de inspiración”, afirma Joanne Silver, a una artista cuyas “abstracciones ocultan elementos del mundo visible”, ya que en muchas de sus pinturas lo que hace son evocaciones poéticas de paisajes.

lunes, 23 de agosto de 2010

Hasta que llegó su hora (Once upon a time in the west, Sergio Leone, 1968)


Rodado a medio camino entre el Monument Valley, tantas veces inmortalizado en el cine de John Ford o de Howard Hawks, y el desierto de Almería que tanto le gustaba a Leone después de rodar Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo, el director italiano nos deja una de sus obras más grandes a la que seguiría la no menos grande Érase una vez en América.

Si en el siglo XIX, antes de la llegada del ferrocarril, el tiempo transcurre con lentitud, eso lo traslada majestuosamente Leone a una película en la que todo ocurre con lentitud y en la que lo único que llega rápido es la muerte. Desde ese inicio sobrecogedor, con tres personajes patibularios llegando a una estación de ferrocarril en la que los únicos sonidos son una mosca volando, una gota de agua que cae sobre un sombrero, y un molino que emite un quejido metálico, hasta la escena del duelo final todo está contenido excepto la barbarie.


Personajes masculinos que tienen todos ellos una cita con la muerte, y lo saben, y nos lo hacen llegar, con silencios, con un armónica que sabemos que en cuanto deje de sonar se va producir un estallido de violencia. Las miradas bastan para entenderse entre lobos de un mismo rebaño, porque aquí no hay buenos y malos, sólo distintos niveles de maldad pero también de humanidad.

Pistoleros al servicio de un ferrocarril implacable que terminará por aplastar todo aquello que se le ponga por delante, en cuyo nombre se realiza una la matanza de una familia, con uno de los asesinatos más a sangre fría que se ha visto en la historia del cine. Me refiero a cuando Henry Fonda mata al pequeño de una familia que está esperando la llegada de su nueva madre desde Nueva Orleans.


Una mujer, Jill, a la que da vida una Claudia Cardinale majestuosa, en el único personaje que aporta un poco de luz a esta historia oscura, de silencios, de movimientos contenidos, de ballet de plomo en escenarios polvorientos, de relojes de sol que no marcan la hora porque el paso del tiempo no tiene sentido cuando todo está inmóvil, cuando todos los días son iguales al anterior.


La mujer y el ferrocarril serán los elementos que vengan a romper con ese mundo eminentemente masculino y violento. Con ellos llegan nuevas formas de vida, nuevos usos y costumbres, una nueva era en la que ya no caben ciertas cosas. La civilización se impone al ritmo de renqueantes máquinas de vapor, y la fuerza bruta es sustituida por la fuerza de la determinación que encarna muy bien el personaje de Claudia Cardinale, bella hasta el extremo de dejarnos sin palabras.


Obra cumbre de ese subgénero conocido como spaghetti-western en el que se nota la conjunción de talentos, no en vano el guión está firmado por Darío Argento, Berardo Bertolucci, y el propio Leone; mientras que la música de Ennio Morricone es sencillamente genial, y con un grupo de actores con Henry Fonda, Jason Robbards, Charles Bronson y la Cardinale, firmando unas actuaciones realmente destacadas.

Una película en definitiva en la que la “balas que surcan una atmósfera llena de asesinatos, peligros y hazañas. Los sueños y contingencias de quienes querían levantar una nueva ciudad, creando una leyenda. Aquella época donde la paciencia era casi un valor moral. Saber esperar. Todo era lento”, como escribe Francesc Canal Naylor.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Contra el viento del norte (Gut gegen Nordwin, Daniel Glattauer, Alfaguara 2010)

La primera novela de este autor austriaco que se publica en España, nos ofrece una visión del siglo XXI sobre el género epistolar que tanto gustaba en el siglo XVIII, y que tiene tras de sí un importante bagaje literario.

Y lo transporta hasta nuestro siglo de la mano de las nuevas tecnologías, del correo electrónico y de Internet. Emmi envía una serie de correos electrónicos a la revista Like para que le den de baja como suscriptora habida cuenta de la pérdida de calidad de la revista. Esos correos va a parar por error a la bandeja de entrada de Leo Leike, que en Navidad volverá a recibir un correo equivocado enviado por Emmi.

A partir de ahí se inicia un cruce de correos electrónicos que terminará por convertirse en adictivo para ambos personajes, que empiezan así un recorrido por sus inseguridades, por la fantasía, por la necesidad de transformar ese contacto electrónico en un contacto físico real, al que ambos son reacios por miedo. ¿Puede sobrevivir en el mundo “real” una relación que se inicia en un mundo “virtual?

Ella es una mujer casada con un hombre que aporta dos hijos al matrimonio, mientras que él está saliendo, con alguna recaída, de una relación difícil. La novela, de lectura muy ágil y rápida, va transitando por esos caminos de la inseguridad con dosis de humor, pero también de tensión y nos termina atrapando en ese ritmo trepidante sin que podamos evitar querer saber qué es lo que va a ocurrir con el siguiente mensaje, si éste tardará algunos días o sólo algunos segundos.

Amistad, celos, fantasía, imaginación, para una historia de amor reducida a lo esencial y que tiene un desenlace rotundo, después de que los dos protagonistas hayan protagonizado un ejercicio de esgrima verbal descarado, y que ya anuncia segunda parte que llevará el título de Cada siete olas.

“Querida Emmi:

¿Has notado que no sabemos absolutamente nada el uno del otro? Creamos personajes virtuales, confeccionamos irreales retratos robot el uno del otro. Formulamos preguntas cuyo atractivo reside en que quedan sin respuesta. Pues sí, nos dedicamos a despertar la curiosidad del otro y a seguir alimentándola al no satisfacerla de manera definitiva. Intentamos leer entre líneas, entre palabras, y pronto entre letras tal vez. Hacemos grandes esfuerzos por juzgar bien al otro. Y al mismo tiempo nos preocupamos de no desvelar nada importante de nosotros mismos. ¿Qué quiere decir “nada importante”? Nada de nada, aún no hemos contado nada de nuestras vidas, nada de lo que constituye la vida cotidiana, de lo que podría ser importante para alguno de los dos”.

domingo, 15 de agosto de 2010

Quiero la cabeza de Alfredo García (Bring me the head of Alfredo García, Sam Peckinpah, 1974)

Después de haber dedicado artículos a Grupo Salvaje (1969), Perros de paja (1971) Pat Garret y Billy the Kid (1973) y La cruz de hierro (1977), sigo con la que es la película más auténtica de este director “maldito”.

Y eso es así porque por primera y última vez, tuvo el control absoluto sobre su obra y pudo rodar lo que quiso, como quiso y montarlo de la manera que él quería. El resultado fue una obra áspera, dura, polvorienta, violenta que fue rechazada por la crítica, que los estudios estuvieron a punto de no estrenar y que en Suecia, Argentina o Alemania fue prohibida su exhibición.

La película empieza con un terrateniente mejicano preguntándole a su hija quién es el padre del hijo que espera. Como ella se niega a contestar, dos esbirros, a indicación del padre, le rompen un brazo y ella confiesa que el padre es Alfredo García. A partir de ese momento, con recompensa de un millón de dólares por el medio, se inicia la búsqueda de Alfredo García “vivo o muerto”.


Lo que se desarrolla a continuación es una suerte de road movie con aroma a western crepuscular, “aunque lo que mejor le viene es un adjetivo como surrealista. Tiene momentos de un intenso lirismo, otros de una gran desesperación, y algunos en los que la violencia corta el aliento”, como escribe Hilario J. Rodríguez.

El personaje principal, al que da vida uno de los actores fetiche de Peckinpah, Warren Oates, es un ex soldado norteamericano que se esconde en México, que se gana la vida tocando el piano en antros de mala muerte y al que le sirve con sobrevivir un día más. Un perdedor al que acompañará una prostituta, interpretada por Isela Vega, con la que mantiene una extraña historia de amor.


La otra gran protagonista es la cabeza de Alfredo García, de quien nunca llegamos a conocer su aspecto, que es el codiciado objeto por el que se desencadenará una inusitada violencia en medio de ninguna parte, entre el polvo que sirve de mortaja a los cadáveres.

Una historia otra vez de perdedores, de personajes que viven a caballo entre una época que está a punto de morir y otra que está a punto de nacer, y en la que ya no encajan, un mundo en el que la suciedad moral se transforma en suciedad física, en dolor, en muerte.


Un mundo en el que el único camino hacia la paz, hacia la libertad, es la muerte y tal vez por eso, el final de la película recuerda al sacrificio final del Grupo Salvaje, con absoluta conciencia de que para ellos ya no hay otro camino, porque a lo largo del camino que llevan recorrido han ido dejando todo aquello que los mantenía sujetos a una cierta cordura.

martes, 10 de agosto de 2010

Castro de la Campa Torres (Gijón, Asturias)


Alrededor del año 10.000 a.n.e. los grupos humanos empiezan a cobrar conciencia de la posibilidad de domesticar a plantas y animales para así dejar de depender de las condiciones ecológicas de cada lugar para su alimentación. Resumiendo, se pasó del estadio de cazadores-recolectores a otro de agricultores y ganaderos, para entrar en lo que se conoce como el Neolítico y dejar atrás la prehistoria y entrar ya en la historia.


Eso origina otro cambio fundamental como es el sedentarismo, ya que los grupos humanos ya no necesitan seguir a las manadas de animales para asegurarse el sustento, sino que ya son capaces de criarlos ellos mismos con la consiguiente mejora en la cantidad y variedad de alimentos, lo que va a ayudar a que se produzca un aumento de población.


Las cuevas ya no son espacios suficientes para acoger a esas gentes, y empiezan a formarse poblados que, con el tiempo, darán paso a las primeras grandes civilizaciones siempre al lado de importantes cursos de agua como el caso del Tigris y el Eufrates o el Nilo. Eso también gracias al dominio en el trabajo de los metales.

En el caso del noroeste peninsular, alrededor del siglo VIII a.n.e., los grupos humanos empiezan a organizarse en un tipo de poblado que se conocen como castros que se mantendrán poblados incluso durante el dominio romano y que en los inicios de la Edad Media dejan de cumplir con su función sustituidos por otras formas de población.

En el cado del castro de la gijonesa Campa Torres, sabemos que estaba ocupado por el pueblo de los cilúrnigos, un nombre que hace referencia a las habilidades en la fabricación de calderos metálicos que desarrollaron, y que a su vez, pertenecían a la tribu de los luggones.


El castro cumple con algunos de las pautas comunes que suelen tener este tipo de emplazamientos. Así, ocupaba un lugar estratégico, de fácil defensa, en un promontorio más allá del cual aparece el mar Cantábrico, con una excelente visibilidad ya que hacia la izquierda se pueden ver las villas actuales de Candás y de Luanco, y hacia la derecha toda la bahía gijonesa con su puerto a los pies.

Un emplazamiento que contaba con un foso defensivo por la única zona de acceso, y una muralla de módulos, es decir, construida por tramos lo que hacía que si un hipotético atacante lograba derribar el lienzo el resto de la muralla se mantenía en pie.

Castro que se levantó en el siglo V y al que los romanos, que lo ocuparon entre los siglos I y III d.n.e. llamaron Noega. Ambos grupos humanos nos han dejado rastros de sus viviendas, de planta circular en el primero de los casos y cuadrada en el segundo, tal y como se puede apreciar en la reconstrucción que se ha hecho de ambos tipos de viviendas.

El pequeño museo que completa un emplazamiento también muy bueno para los amantes del avistamiento de aves, contiene una reproducción de la lápida sepulcral de Pintaius, el primer asturiano del que conocemos el nombre y que fue soldado del ejército romano durante siete años, alcanzando el grado de abanderado, hasta que encontró la muerte en las orillas del Rhin luchando a favor del Imperio Romano.

lunes, 9 de agosto de 2010

Termas romanas de Campo Valdés (Gijón, Asturias)


Como escribía en el artículo que dediqué a la villa romana de la Venta Veranes, la presencia romana en Asturias se refuerza una vez conseguida la victoria en las guerras asturcántabras (29-19 a.n.e.), lo que iniciará un proceso de romanización de las tribus astures a partir de núcleos relevantes de población como fueron Lucus Asturum (actual Lugo de Llanera) y de Gigia (actual Gijón).

En las proximidades de la ciudad romana origen de la villa de Jovellanos, existía un castro perteneciente a la tribu de los Cilúrnigos, al que dedicaré un artículo próximamente, al que los romanos dieron el nombre de Noega. Los romanos elegirán el nuevo emplazamiento por las facilidades que tenía como puerto marítimo, y son numerosos los testimonios arqueológicos que atesora la ciudad, y de demuestran que fue un enclave de importancia.


Así, además de las murallas, se han encontrado evidencias arqueológicas importantes de una fábrica de salazones de pescado, y, como no podía ser de otra forma, las termas que se construyeron extramuros (aunque con la ampliación tardorromana el edificio quedó intramuros) entre los siglos I y II d.n.e. y hoy convertidas en un museo visitable desde mediados de los años 90.

La localización de las termas se produjo en 1903 justo debajo de la iglesia de san Pedro (lo que ha impedido que se excavaran en su totalidad), en la falda del cerro de Santa Catalina, lugar en el que estaba el centro neurálgico de la ciudad romana.


La costumbre del baño ocupa un lugar tan importante en el mundo romano que hasta los esclavos podían disfrutar de esa costumbre. En el caso de las de Gijón, el recorrido principal, como era bastante normal, se iniciaba por el vestuario (apodyterium), para luego pasar a la zona de baños fríos (frigidarium) y luego pasar a la parte de agua templada (tepidarium), para finalizar con el baño caliente en el caldarium. Asimismo había una zona para sudar (sudarium) y todos los elementos necesarios para el acondicionamiento del ambiente y del agua.


El modelo que siguen estas termas son el conocido como pompeyano-campano, que se introduce “en las provincias occidentales del Imperio a partir de mediados del siglo I d. de C.”, según se afirma en el folleto informativo del museo.

Los datos extraídos de las excavaciones permiten saber que el edificio perdió su función entre los siglos IV-V, abandono que originó un cambio radical en la función del edificio, ya que una parte del mismo se utilizó como vivienda entre los siglos V y VI, con el frigidarium convertido en habitación, y el tepidarium y el caldarium utilizados como basurero.

Algo más adelante, en la Edad Media, el edificio se utilizó con una finalidad religiosa y acogió una necrópolis, una de cuyas tumbas se puede ver en el museo.

viernes, 6 de agosto de 2010

Villa romana de Venta Veranes (Gijón, Asturias)


La década que va desde el 29 al 19 antes de nuestra era, es el periodo que los ejércitos de Roma necesitaron para culminar la conquista del territorio que hoy ocupan las comunidades autónomas de Asturias y Cantabria, grosso modo.

En ese espacio vivía todo un conglomerado de distintos pueblos habitantes de unos poblados denominados castros, y que habían venido gestándose aproximadamente desde el siglo VIII-VII a.n.e.


La llegada de los invasores romanos va a provocar un cambio sustancial en algunas de las formas de vida indígenas, y en la forma de control y explotación del territorio. Además de utilizar muchos de los castros de los indígenas como centros de control, muchos de ellos vinculados a la explotación del oro, un mineral muy presente en el suroccidente asturiano, los nuevos pobladores van a buscar obtener rendimiento de la agricultura y de la ganadería.


Eso lo va a hacer a través de unos asentamientos que recibirán el nombre de villas, como es el caso de la que se levantó en lo que hoy conocemos como Venta Veranes, una localidad rural muy próxima a la ciudad de Gijón, en cuya fundación Roma tendrá un papel fundamental, y también cercana a una calzada que unía la población leonesa de Astorga con el puerto de Gijón, después de pasar por el importante nudo viario de Lucus Asturum (hoy Lugo de Llanera).


La construcción de esta villa, cuyas excavaciones están abiertas al público, se hizo durante el siglo IV d.n.e. sobre las ruinas de un asentamiento de importancia de una época anterior, y se mantuvo en uso hasta el siglo V. Luego entrará en decadencia, y a lo largo de la Edad Media se utilizará el gran comedor de la villa, rematado con una cabecera semicircular, como iglesia hasta el siglo XIII con su correspondiente necrópolis, para luego entrar en un largo periodo de olvido y no será hasta los años 80 del siglo XX cuando se empiece su excavación arqueológica y estudio pormenorizado.


El espacio de la villa se organiza a partir de una entrada que desemboca en un amplio patio, accesible para cualquier tipo de carromato, no hay que olvidar que las villas son grandes explotaciones agroganaderas y origen de la actual casería asturiana, y de ahí que aparezca flanqueado ese patio por instalaciones agropecuarias como el granero, además de la cocina y el horno.


Al otro lado, siguiendo una estructura longitudinal, aparece el espacio de habitación y de vida diaria, con los huecos organizados a lo largo de un pasillo de varios metros de longitud que permitía llegar, por un lado, a un gran espacio de representación, algunos de cuyos mosaicos se han conservado, y, por el otro, a un comedor también de grandes dimensiones y también con el suelo decorado con mosaicos.


El pasillo presentaba una logia orientada al sur, por lo que no es difícil deducir la sensación que produciría transitar por ese pasillo para luego llegar a la zona más noble de la villa, en una suerte de paseo ceremonial que haría que el visitante fuera captando la importancia del propietario de la villa.


Una gran vivienda que contaba con todas las comodidades de la época, y en la que no podían faltar los baños, que se encontraban anexos al comedor, y al dormitorio del propietario.

Además de constituirse como centros económicos, esas villas también van a ser focos de irradiación de las costumbres y de los usos romanos, de su religión, de su lengua, de su cultura en última instancia, y van dibujando la imagen de una Asturias romana en las que esas pautas procedentes de una cultura con un mayor nivel de desarrollo (hay que recordar que los pueblos prerromanos del norte peninsular son ágrafos, es decir, no conocían la escritura) terminan por fusionarse con las autóctonas para dejarnos un legado histórico de gran importancia en toda la península.

martes, 3 de agosto de 2010

Hans Josephsohn (Königsberg, hoy Kaliningrado, 1920)


Nacido en esa ciudad en aquel entonces, prusiana, y que después de la Segunda Guerra Mundial pasó a ser territorio primero soviético y luego ruso, Hans Josepsohn ha desarrollado toda su carrera artística en Suiza, país al que llegó en 1938 después de que un año antes hubiera viajado hasta Florencia para estudiar arte, pero debido a sus orígenes judíos y a la situación política que se estaba generando en los países fascistas, optó por la seguridad suiza aún a costa de no volver a ver nunca más a sus padres.

En el país helvético, más concretamente en la ciudad de Zurich, tiene instalado este escultor su cuartel general, en el que ha venido desarrollando una obra que sólo a partir de los años 90 y con más fuerza en el nuevo siglo, ha entrado de lleno en el panorama artístico mundial con exposiciones en algunos de los principales museos europeos y estadounidenses.


Josephsohn utiliza para su trabajo un material formado por la mezcla de barro y arena o cemento que al secar se endurece, para reproducir el cuerpo humano pero no de una forma convencional, si no siguiendo unas formas que aproximan sus obras a la prehistoria o los relieves grecorromanos, en pequeñas piezas que reproducen cabezas o torsos y, en el caso de obras de mayor tamaño, personajes recostados, a la antigua.

Para su realización se inspira en personas de su entorno familiar o de amistades, pero eso no supone que realice retratos, sino que está más interesado en reflejar el volumen de la figura humana y su relación con el espacio. Son representaciones en las que sus figuras aparecen sentadas, reclinadas, es decir, en posturas sencillas, simples y en las que deja impresas las huellas de sus manos en el modelado, como pistas del proceso creativo que le anima.


Figuras a pequeña escala lo que les da un aire íntimo, y que, en ocasiones, no llegan a concretarse como tales y simplemente se quedan en la insinuación, en el bloque del que parecen querer salir y del que nunca saldrán ya lo que las deja en un terreno abstracto. En la reseña que hizo John Paul Stonard en la revista ArtForum de una exposición de Josephsohn, afirma que las figuras del suizo parecen “personificaciones de la estupidez humana, cómicamente vulnerables”, al mismo tiempo que las define como un símbolo de la memoria relacionados con acontecimientos personales convertidos en mitos.

Por su parte, Ken Johnson, en el New York Times, escribió en 2006, que las esculturas de Josephsohn son un “portentoso recuerdo del existencialismo europeo de los años 50”.