martes, 26 de octubre de 2010

Rebecca Warren (Londres, 1965)

Escultora británica que tiene en la arcilla, el bronce, el vidrio y vitrinas en las que introduce basuras y otros elementos que encuentra en los alrededores de su estudio londinense, los materiales que utiliza con mayor frecuencia para dar consistencia física a sus ideas escultóricas, ya que como dice la propia artista: “Creo que mi obra crece a través de un proceso de apropiación y de referencia, no tiene un contenido didáctico, sino que está más próxima a un proceso de revelación y de descubrimiento”.

Muchas de las obras de Rebecca Warren, presentan un aspecto que las acerca a un contenido impresionista, ya que parecen más impresiones, ideas que se insinúan, que parecen querer salir de una masa aparentemente informe pero en la que podemos intuir formas humanas, seres a punto de nacer que están esperando confrontarse con la imagen que se crea en la mente del espectador para terminar de cobrar vida.

Warren se acerca con respeto pero también desde un posición de educada confrontación a la obra de artistas como Rodin o Picasso, dos autores que para ella son una referencia, y otros como Boccioni, Degas o Fontana, pero no para seguir sus enseñanzas sino para recorrer un camino nuevo, original aunando en cierta medida lo formal y lo grotesco. Lo que hace, según se puede leer en masdearte.com en el artículo referido a una exposición que tuvo lugar en Londres, es poner “en entredicho la vigencia de su autoridad, desde una posición sutil y respetuosa”.

Esta artista es una de las escultoras por excelencia de la figura femenina, en una serie de obras que podríamos considerar como verdaderos tótems contemporáneos, figuras que nos llevan a pensar, salvando las distancias de todo tipo, en aquellas encarnaciones de la fecundidad prehistóricas como la Venus de Willendorf. “De tal modo que bien podrían ser entendidos como iconos de actuales tribus urbanas”, como se puede leer en el artículo citado.

Para conseguir el efecto de inacabado, de obra que sigue en proceso o que el artista ha abandonado por su propia voluntad, en las obras en arcilla utiliza ese material sin cocer, superponiéndolo y trabajando con rapidez, para romper el aire con esas piezas casi siempre figurativas. Piezas con un aire rústico que también le da un carácter de provisionalidad.

domingo, 24 de octubre de 2010

La cinta blanca (Das weisse band, Michael Haneke, 2009)



Lo que podría ser una historia de ambiente bucólico con aroma a historia para contar a los niños para que se duerman por las noches, termina convirtiéndose en un relato casi de terror psicológico, de miedo que no termina de materializarse pero que no por ello es menos evidente, no por ello está menos presente, por ejemplo, en ese niño pequeño que recorre los tenebrosos pasillos nocturnos de su casa mientras llama temblorosamente a su hermana.

Un pequeño pueblo alemán que vive casi en la Edad Media, con un barón a la manera de señor feudal que tiene las tierras que trabajan sus campesinos, un pastor protestante, un médico, un maestro, mujeres y niños, sobre todo niños, son el elenco de personas que dan vida a un pueblo anclado fuertemente en la tradición poco antes de que se produzca el estallido de la Primera Guerra Mundial.


En ese ambiente opresivo, de violencia soterrada física y sexual, de castigos corporales y profunda represión, sitúa Haneke a unos personas que encarnan perfectamente todo el amplio abanico de miserias de las que es capaz del ser humano. Ambiente que será el caldo de cultivo para lo que vendrá después de la Gran Guerra, y que no es otra cosa sino el nazismo y sus perniciosas consecuencias para tantos millones de personas.

La conservadora sociedad del pueblo se empezará a ver sacudida por una serie de hechos extraños (accidentes, palizas, asesinatos), que muestran el lado enfermo de una sociedad rodeada de infamia, en la que los adultos y los niños guardan silencio, unas veces doloroso y otras cómplice, mantenido a golpe de frustración y de humillaciones diversas.


Miedo y dolor que se diluyen en lágrimas en ocasiones, y que recorren los interiores de unas casas campesinas en las que se está incubando el huevo de la serpiente de la maldad más absoluta. Para ello el cineasta no cae en barroquismos, exhibicionismos sino que lo va mostrando todo con calma, lentamente para que todo vaya calando en el espectador como esa lluvia fina que apenas sentimos hasta que nos damos cuenta de que estamos empapados.


A la creación de la atmósfera ayuda mucho que la película se haya rodado en blanco y negro, lo que le permite mostrar contrastes muy efectivos entre ese blanco símbolo de pureza, y los negros de los oscuros paisajes interiores de los personajes de una historia que vamos descubriendo según nos la va contando el antiguo maestro del pueblo.

“Un film tan sutil como afilado y directo, un puñetazo en la boca presentado sin aspaviento alguno, y un cortante bisturí que explica lo inexplicable y desciende al abismo humano sin demagogias”, en palabras de Juanma González.


Por acción y omisión en esta película no hay inocentes, todos son rehenes de sus miserias y de sus silencios, y creo yo que no se puede ver esta película sin que a uno le quede mal cuerpo durante un buen rato.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Candida Höfer (Eberwalde, Alemania, 1944)


Representante de la nueva fotografía alemana surgida en el país en os años 80, movimiento en el que se dan cita fotógrafos como Thomas Struth, Andreas Gursky o Thomas Ruff, Candida Höfer tiene en los interiores arquitectónicos, siempre vacíos de presencia humana, el punto neurálgico de sus fotografías.

Aunque eso no siempre fue así, ya que en sus inicios, en los primeros años 70, sí aparecían las personas en series como Turks in Germany, que luego, en 1979 ampliaría con Turks in Germany and Turks in Turkey (Turcos en Alemania y turcos en Turquía), en las que retrató a miembros de esas comunidades en sus viviendas, en sus ambientes cotidianos.

Dejó de lado la presencia humana al tomar conciencia de la intromisión que suponía entrar en esas vidas ajenas con su cámara, orientando desde entonces su mirada hacia la arquitectura y los espacios generados en los interiores de edificios todos de uso publico o semipúblico, como pueden ser grandes bibliotecas, museos, iglesias, archivos, palacios o bancos.


Fotografías que realiza cuando esos lugares se cierran al público o están a punto de abrirse, lo que provoca que sean sitios deshabitados, y en los que, precisamente por su ausencia, la presencia humana parece más evidente. Fotografías austeras que incluyen una lectura compleja y una reflexión acerca de los modelos culturales y sociales que los han originado.

Al mismo tiempo, como ha dicho la propia artista busca “provocar una experiencia tridimensional en la condición bidimensional de las imágenes, de sus planos, de sus formas geométricas y de sus colores”. (Entrevista concedida al diario El País, publicada el 14 de abril de 2007, y firmada por Alberto Martín)


En esa misma entrevista, Höfer explica que para ella la arquitectura “hace referencia a la construcción de espacios, pero un espacio es un espacio sólo gracias a las distintas formas de luz que lo atraviesan; en arquitectura, creo que tienes o que deberías planificar la luz. Pero al final un espacio no es más que una determinada luz en un momento preciso”.

Incidiendo en el tema, añade que “las variaciones entre ámbitos culturales distintos parecen ser mayores que entre los tipos de espacios. Aunque quizá la razón más profunda sea que la luz es muy distinta en las diferentes zonas geográficas”.

Eso genera fotografías sosegadas, que invitan a entrar en los detalles, a apreciar las contradicciones que a veces se ocultan detrás de una aparente perfección formal, de unas simetrías que puede que no sean tanto, para lo que adopta el punto de vista que tendría un hipotético visitante.


Escribe David Barro en un artículo publicado en El Cultural, en marzo pasado, que Höfer penetra en la arquitectura con un “enfoque sencillo, frío, evitando lo extremo y con una naturalidad en el color y en la luz que parece no mostrarnos casi nada aún mostrando casi todo”, con unas obras en las que “la quietud, el silencio y, sobre todo la distancia, invitan a que la mirada transite por el lugar”.

lunes, 18 de octubre de 2010

Nan Goldin (Washington DC, 1953)


“Mi obra proviene originalmente de la estética de las instantáneas... las instantáneas las tomo con amor para recordar gente, lugares y momentos especiales. Éstas crean historia al documentar la historia.” (Nan Goldin citada por Einar Salcedo en su artículo La mirada intimista de Nan Goldin)

Entre el divorcio de sus padres y el suicidio de su hermana cuando ella aún era una adolescente, Nan Goldin se pasó mucho tiempo pasando por diferentes casas de acogida y tal vez por eso se aferró con uñas y dientes a sus amigos del colegio, y tal vez también por eso, la amistad ha sido tan importante en el desarrollo de la carrera artística de esta fotógrafa, que ha venido retratando a aquellas personas a las que considera sus amigos a lo largo de 30 años.


Las fotos de Goldin son instantáneas de la vida, de las personas que se han ido cruzando en su camino y en las vidas que han llevado, las experiencias sexuales, con las drogas, a todo el ambiente que se generó durante los años de la contracultura norteamericana de los años 70. Por la cámara de Goldin desfilan jóvenes que hacen el amor, prostitutas, travestis, transexuales, drogadictos, que se convierten en protagonistas de unas fotografías que también tienen algo de documental.


En sus fotos, Goldin nos cuenta historias de éxtasis, de depresión, de violencia, de enfermedad, de amistad, de soledad, de incomunicación, nos habla, en definitiva, de todas las aristas que tiene la vida, incluida la suya propia, como cuando recibe una paliza de su amante en 1984, documenta gráficamente las consecuencias de la agresión.


Después de su paso por una clínica de desintoxicación, se abre paso en su obra el autorretrato, imágenes de sí misma mirándose en un espejo o viajando en el interior de un tren, y que dejan en el aire, como muchas de sus fotografías, un aire de nostalgia, de melancolía, de no terminar de encontrar ese lugar en el mundo en el que sentirse a gusto con uno mismo.


Los años 80 también fueron los años del Sida, y de eso también deja constancia Goldin en su trabajo, cuando ve a amigos suyos morirse bajo su mirada. Goldin retrata el deterioro de los cuerpos sobre las camas de hospitales dejando tras de sí la estela de lo que fueron. Son series de fotografías cargadas de un enorme cariño y una sensibilidad extrema, hacia esos amigos a los que ya nunca más va a poder ver.


Como dice la propia fotógrafa: “Para mí hacer fotos es una manera de acariciar a alguien, una expresión de cariño”.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Aynur Dogan, música nacida para romper prejuicios



El pueblo kurdo reúne a alrededor de 25 millones de personas que viven a caballo entre Turquía, Siria, Irán e Iraq fundamentalmente, lo que les convierte en el pueblo sin estado con más personas del mundo. Hay kurdos de religión musulmana, pero también los hay judíos y cristianos, y además hablan distintos dialectos, lo que le convierte en un pueblo de enorme complejidad y que no tiene fáciles relaciones con sus vecinos en los países en los que viven, y a lo largo de su historia las guerras y persecuciones han sido continuas.

A un pueblo tan diverso probablemente la única forma de cohesionarlo, teniendo en cuenta la dispersión geográfica, sea a través de la cultura en general y de la música en particular, contexto en el que figuras como la de Aynur Dogan cobran un protagonismo fundamental.

Y es que a sus 35 años esta mujer se ha convertido en uno de los referentes culturales del pueblo kurdo, y no sólo eso sino que además ha llevado su música a un público más amplio, a un público en el que se incluye el turco y otras audiencias occidentales que han descubierto a través de la voz de esta mujer, toda la riqueza de la tradición oral kurda.

En esas historias que se han transmitido a lo largo de los siglos a través de la palabra, está el punto fundamental de inspiración de Aynur Dogan, a lo que une otras músicas como la de John Coltrane, Mary Boine o Tracey Chapman, como ella misma reconocía en el periódico norteamericano San Francisco Chronicle. Son canciones en las que la mujer tiene un papel preponderante, protagonista de historias muchas de ellas de amores que no se culminan, tal vez como la propia trayectoria de su pueblo.



La familia de Aynur se trasladó desde el sudoeste del país a la capital en el año 1992, para escapar de los conflictos entre el ejército turco y los guerrilleros del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán), y en Estambul empezará a estudiar baglama, una especie de laúd turco, y con él empezó a interpretar las canciones de su tradición, esas que hablan de leyendas, epopeyas, de paisajes áridos de montañas y estepas habitadas por los kurdos desde tiempos inmemoriales.

Años difíciles en los que las autoridades turcas no permitían que los kurdos utilizaran su lengua, prohibición que sirvió de acicate a Aynur quien vio como un tribunal provincial prohibía su disco Keçe Kurdan (2004), al considerar que las letras de sus canciones “incitan a las mujeres a tomar las colinas y promueve la división”. Eso no paró a Aynur quien empezó a tocar con algunos músicos turcos ya desde su primer trabajo, Seyir (2002).

Fue la primera cantante kurda en aparecer en la banda sonora de una película turca rodada en Turquía, fue en Gönul Yarasi de Yavuz Turgul, y aparecerá después en el documental rodado por Fatih Akin Crossing the bridge: The sound of Istanbul (Cruzando el puente: El sonido de Estambul).


Sus melodías cuentan historias áridas, de amor, celos, emigración y en diferentes dialectos kurdos además del turco. Y es que Aynur explica que no quiere hacer política con su música, que lo que quiere es hacer llegar a una audiencia internacional un mensaje de paz y de amor, un amor que en ocasiones es desesperado y teñido de tristeza y añoranza. “Es una sociedad que ha tenido difícil vivir sus amores”, dice Aynur a Patricio Otero.

Mestizaje de lenguas que se extiende a la música en la que conviven los instrumentos tradicionales con guitarras eléctricas y sintetizadores, para una música que habla de emociones. Y es que como dice Aynur: “tenemos que empezar a sentirnos como humanos para poder ser humanos”. Su música puede ser un buen punto de comienzo para recorrer ese intrincado camino.

domingo, 10 de octubre de 2010

Cady Noland (Washington DC, Estados Unidos, 1956)


Curiosa la trayectoria de esta artista norteamericana, hija del pintor Kenneth Noland, que en 1983 empezó realizando su obras con “objetos encontrados”, hace su primera muestra en solitario cinco años después, y a finales de los 90 desaparece del panorama artístico según se dice por problemas de alcoholismo.

Problemas personales aparte, Noland refleja en todas y cada una de sus instalaciones la parte oculta de ese “sueño americano” que tanto nos han vendido el cine y la televisión, y nos muestra un mundo de violencia, de desengaño, de conducta patológicas, en medio de una sociedad en la que todo se ha convertido en un elemento de consumo, incluso las propias personas.


Miembros de una sociedad capaz de elevar a los altares del interés público comportamientos sociopáticos, con asesinos en serie convertidos en héroes populares, mientras a otros se les somete a un constante escrutinio público hasta convertirlos en presos de unas convenciones sociales o de unos estilos de vida considerados como “correctos”, y en función de si se siguen o no se puede convertir a alguien en estrella o enviarlo al más duro de los defenestramientos.

“La violencia forma parte de la vida en América y tiene una reputación positiva”, señala Noland en una entrevista en el Journal of contemporary art con Michèle Cone, de ahí la referencia que se puede ver en su obra al asesinato de Lincoln, el de Kennedy, a la niña bien reconvertida en terrorista Patricia Hearst, Lee Harvey Oswald, entre otros.


No escapan a su crítica unos medios de comunicación que contribuyen, y mucho, a la creación de ese subconsciente colectivo violento, con aportaciones fundamentales, y capaces de crear y de destruir reputaciones con igual rapidez.

Noland utiliza en sus obras objetos o imágenes como banderas, fotos de famosos, páginas de medios sensacionalistas, que combina con objetos metálicos como latas de cerveza, esposas, tijeras y otros. Todo ello para intentar transmitir al espectador esa otra parte de la realidad que tiene que ver con como los medios y las grandes corporaciones “distorsionan la realidad y la percepción de las personas”, tal y como se puede leer en rogallery.com.


A finales de los años 80, Noland empieza a reflexionar, en algunas de sus esculturas e instalaciones, en el concepto de lo masculino que subyace en el american way of live, a través de unas obras en las que las latas de cerveza Bud adquieren un protagonismo absoluto. Obras en las que se pueden ver presupuestos que las vinculan con el Pop Art, pero también con el Minimalismo o el Post Minimalismo, algo que se mantiene en toda su producción posterior.

martes, 5 de octubre de 2010

Andrew Lord (Whitworth, Lancashire, Inglaterra, 1950)


El trabajo de este escultor que tiene en la cerámica y en algunos tipos de resinas, sus materiales fundamentales, ofrece una visión muy personal y no sólo por las formas que genera sino porque esas formas u objetos, están inspirados de una forma muy directa en su propia memoria, recuerdos, experiencias o en su propio cuerpo, en ocasiones convertido en una herramienta más de su trabajo.

Nacido en la zona de Lancashire, Lord trabaja a caballo entre Nueva York y Holanda, y fue en los años 70 cuando empezó a exponer hasta llegar a entrar en el gran circuito expositivo mundial con unas esculturas convertidas en algo orgánico, en piezas en las que casi se puede seguir el proceso creativo, barnizadas después con colores cetrinos o dorados muy llamativos, para piezas que transmiten al mismo tiempo una sensación de rudeza y de delicadeza.


Son formas abstractas que se transforman en objetos, desde que en los 70 hiciera unas piezas inspiradas por las cerámicas de Paul Gaugin, una figura que está siempre formando parte del universo inspirador de Lord, como él mismo ha reconocido en varias ocasiones.

“Hacer este trabajo es un proceso de encuentro con lugares perdidos”, dice el propio escultor acerca de una serie de obras en las que recrea aquellas campiñas y ríos que formaban parte de su paisaje de infancia y juventud, esa suerte de paraíso perdido que recrea a partir de sus recuerdos, de su memoria, también sensorial, y así “ha creado un mapa escultórico de la ciudad, navegando por su propia historia a través de lugares reconocibles y localizables en la geografía de Whitworth”, según se recoge en la presentación de la exposición que se le hizo en la Gladstone Gallery.


Otra de sus series más conocidas es la que dedica a los sentidos, y en la que trabaja entre los años 1992 y 1998. Los títulos de los grupos de obras son breathing, biting, swallowing, casting, smelling, listening y watching. Lord consigue convertir esas sensaciones en algo palpable, con realidad física. Serie para la que ha utilizado partes de su cuerpo como moldes para las piezas lo que las dota de una sensación física también cargada de emoción y reflexión.

“Utilizando su cuerpo como herramienta, consigue que los sentidos traspasen su estado natural para convertirse en objetos táctiles y visuales”, según escribe Cristopher Miles, quien añade que en otras series “Lord explora variaciones escultóricas realizadas con la acción y los gestos de sus manos”.

domingo, 3 de octubre de 2010

Senso (El callejón del gato)


Me alegró mucho ver esta obra de teatro porque hacía tiempo que no encontraba un montaje teatral que me resultara interesante, y porque, al mismo tiempo, recupero un poquito la fe en el panorama teatral asturiano. Las dos cosas llegaron de la mano de una compañía todavía de historia reciente, pero en la que se reúnen una serie de actores ya con una trayectoria larga a sus espaldas.

Se trata de El callejón del gato, grupo gijonés, que está llevando por Asturias su última producción que lleva por título Senso, obra basada en el relato corto del mismo título, original del italiano Camillo Boito (Roma, 1836 – Milán, 1914), que cuenta, con el trasfondo de la guerra austro-italiana la historia de amor entre la condesa Livia y un oficial del ejército.

Este relato fue llevado al cine por Visconti en 1954, aunque el cineasta italiano se decantó por potenciar el lado político de la historia, con el trasfondo de los garibaldinos y el contexto político que rodeaba a la Italia decimonónica. Por el contrario, el grupo gijonés se decanta por la historia de la pasión amorosa, de esa condesa fría, distante, tanto que cuando le llegó la noticia de que su primer pretendiente había muerto en la guerra sólo pudo decir “se lo merecía”.


Amante del lujo, la solución que encuentra es la de casarse con un hombre de 60 años, de buena posición y dispuesto a correr con todos sus caprichos. La frialdad de Livia saltará por los aires cuando conozca a un apuesto oficial con fama de vividor y que no dudará en aprovecharse de la pasión de Livia para sacarle todo el dinero posible, mientras la engaña con otras mujeres.

Si una mujer enamorada es capaz de superar cualquier adversidad, tampoco hay que despreciar la fuerza de una mujer despechada, lo que la llevará a transitar por los caminos de la venganza otra vez convertida en la mujer fría que siempre había sido.

El trabajo actoral que nos dejan Ana Eva Guerra, Javier Expósito y Ana Morán, dirigidos por Moisés González, nos deja algunos de esos momentos de buen teatro, de actuaciones que nos hacen llegar sin histrionismos ni gestualidades innecesarias, la intensidad de los sentimientos de los protagonistas, especialmente los de la condesa protagonista absoluta de la obra.


Ana Morán, todavía recuperándose de una gripe, y con voz ligeramente nasalizada por ello, nos dejó un aria realmente para recordar, mientras que Javier hizo gala de un repertorio de gestos coreográficos notable. Todo junto, ofreció un conjunto homogéneo y a la altura de la experiencia que atesoran todos los integrantes de la compañía.

Mención aparte merece el ambiente sonoro, creado por el compositor asturiano Ramón Prada, quien aparece en escena aportando la música y la ambientación en directo, de tal forma que sobre unos temas predefinidos va introduciendo sonidos procedentes de los propios actores y otras combinaciones que hace que cada montaje sea único.

La combinación de la música con la sonoridad electrónica contemporánea, crea un ambiente perfecto para seguir las evoluciones de la historia y aporta al montaje un, llamémosle, hecho diferencial, que contribuye de forma decisiva a la originalidad de una propuesta muy bien ejecutada a todos los niveles.