martes, 22 de febrero de 2011

La tonada asturiana



También conocida como asturianada, esta forma popular de cantar hunde sus raíces en un pasado neblinoso del que nada sabemos con seguridad. Imposible elaborar una teoría siquiera aproximada sobre los orígenes de esta peculiar forma de cantar, y es que hasta 1885, gracias al estudioso avilesino Nuevo y Miranda que recogió algunas de las canciones, no tenemos ninguna referencia escrita.

La tonada es básicamente una canción a capella, aunque también se puede cantar con el acompañamiento de la gaita o de instrumentos de percusión como el pandero, la pandereta y el tambor, e incluso existe otra variante en la que un gaitero toca su instrumento y canta al mismo tiempo.

Los cantantes suelen ser solistas, sin excluir los dúos aunque estos últimos son menos habituales. Las letras de las canciones están muy vinculadas a la exaltación del paisaje, de la tierra, y también con contenido amoroso y erótico.

Barítonos y tenores son las dos voces fundamentales en este estilo musical de honda raíz popular y que después de unos años de bajón, está volviendo a cobrar vitalidad de la mano de nuevos cantantes, algunos de ellos procedentes de zonas vecinas, como es el caso de Laciana (León) o de Cantabria, cuyo presidente es un declarado aficionado a la tonada, tanto que incluso en ocasiones se arranca a cantar.

A falta de mejores noticias, el momento de esplendor de la tonada será la primera mitad del siglo XX, con una serie de voces que ya han entrado por derecho propio en le olimpo de la tonada. Eran años de postguerra en los que los concursos más importantes, como ocurría con el que se celebraba en el ovetense Babel, acudían cientos de cantantes y era retransmitido por la radio aparato alrededor del cual se reunían los aficionados para disfrutar de los distintos cantantes.

Unos concursos en los que se valora la fidelidad de los cantantes a los que se consideran los estándares de la tonada en Asturias, es decir, aquellos cantantes que nos han dejado grabaciones en la primera mitad de este siglo caso de Juanín de Mieres, Cuchichi, Claverol, La Busdonga, por mencionar solo algunos. Eso tiene un valor por lo que supone de conservación de una forma de cantar, pero, por otro lado, provoca un estancamiento al no permitir ni la evolución vocal ni la introducción de nuevas canciones que enriquezcan el repertorio.



Asimismo, es muy apreciado tanto por los jurados como por el público, el hecho de que el cantante demuestre que canta sin esfuerzo, especialmente las partes más difíciles, que mantenga el gesto adusto, impasible y con el menor movimiento posible de su cuerpo. La necesidad de utilizar una gran cantidad de aire en cada estrofa, hace que estas sean cortas lo mismo que la duración de las canciones.

Un estilo musical que debe mucho a los bares, chigres como les llamamos los asturianos, esas sidrerías de muchos lugares de Asturias, en las que los hombres se reunían después de trabajar y entre culín y culín de sidra iban desgranando las canciones más conocidas del repertorio.

Una mal entendida modernidad y la llegada de los televisores, hicieron que incluso se llegara a prohibir cantar en esos lugares, algo que no ayudó precisamente al desarrollo de la tonada, que no volverá a cobrar auge hasta los finales del siglo XX, recuperando algo de aquel esplendor pasado. Lo que sigue igual es el arraigo que tiene en la cultura tradicional asturiana, en su paisaje y en su paisanaje.

Además han llegado nuevas muestras musicales que han incorporado la tonada al siglo XXI, y no está de más recordar el primer disco del gaitero Hevia, Tierra de nadie; el grupo de rock Dixebra cuando introdujo la magnífica voz de Anabel Santiago en uno de sus temas, y la propia Anabel, ahora mismo, en mi modesta opinión, la mejor embajadora que tiene nuestra tonada.

domingo, 20 de febrero de 2011

Andro Wekua (Sokhumi, Georgia, 1977)


Este artista afincado en Suiza salió de la ex república soviética de Georgia cuando tenía 15 años de edad. Esa primera parte de su vida transcurrió en una ciudad bañada por el Mar Negro, dedicada para el solaz de funcionarios soviéticos y negada a los propios georgianos.


Y eso viene a cuento porque Wekua utiliza su memoria sentimental, sus recuerdos como parte esencial de su obra artística. Una obra que se mueve a través de medios muy diferentes tocando la pintura, la escultura, el collage, las instalaciones o el cine.

De ahí que la obra de este georgiano se pueda considerar como una suerte de invitación a asomarse a su mundo interior aunque, al mismo tiempo, nos mantenga fuera de él. Eso a través de unas imágenes que reproducen elementos que nos recuerdan al mundo que nos rodea.

“Wekua localiza sus pinturas, su collages o sus imágenes escultóricas en una tierra de nadie entre el Este y el Oeste, entre una exactitud estética y la improvisación, la confidencia y la melancolía. Crea su propio guion altamente visual en el que juega con su pasado y lo estiliza convirtiéndolo en ficción”, tal y como se puede leer en el artículo Shadows of the Facade.


Daniel Baumann escribe que la introspección “es memoria que puede desembocar en melancolía o llegar a la obsesión, incluso convertirse en cicatriz”. Más adelante afirma que las obras de Wekua “aceptan de forma consciente su ambivalencia, algo que consideran fundamental y no se sienten capaces de resolver ese conflicto para nosotros. De ese modo pueden ser al mismo tiempo escépticas y afirmativas, porque han reemplazado las nociones idealizadas del original avant-garde por una imagen mediatizada y estilizada”.

De ese modo la obra de Wekua puede considerarse como una suerte de “ficción instrumentalizada”, como lo define Gianni Jetzer, es decir “una clase de realidad que no existe fuera de su propio contexto”. Una realidad habitada por figuras que se resisten a ser observadas, que permanecen aisladas en su propio mundo, en un universo que nos recuerda al nuestro pero que no termina de serlo del todo.

Figuras encapsuladas, reclinadas en sus sillas, encerradas entre cuatro paredes transparentes, sometidas al escrutinio mientras mantienen su alejamiento ajenas a lo que ocurre a su alrededor, indiferentes a nuestra realidad.

martes, 15 de febrero de 2011

Tim Eitel (Leonberg, Alemania, 1971)


Representante de la conocida como escuela de Leipzig, ciudad en la que hizo su formación artística, Eitel entró en el mundo del arte global a partir del año 2002, año a partir del cual es un habitual en exposiciones en todo el mundo. Eso con unos cuadros realizados a partir de fotografías o fotogramas de películas, luego llevados al lienzo de una forma muy particular.

Con una clave realista, Eitel coge elementos que le resultan llamativos de esas fotografías y luego los une en una suerte de descontextualización de elementos extraídos de la realidad y configurar, así, una nueva realidad, diferente, de espacios muchas veces vacíos de personas pero en los que quedan restos de actividad humana.

Montones de bolsas de basura, un carrito de supermercado abandonado lleno de bolsas, elementos que nos hablan del paso de los seres humanos por allí pero que ya no están físicamente. Eso nos deja una inquietud en medio de una atmósfera ligeramente inquietante definida por una paleta en general oscura. Eso ayuda a pensar en los agujeros negros, esa suerte de sumideros espaciales de los que la energía no puede escapar.

Otras veces pinta personas, personajes que pueblan las calles de pueblos y de ciudades y a los que apenas si prestamos atención. Son los desheredados, esa legión de personas que habitan en los lados oscuros de nuestra realidad que nos esforzamos por ignorar, tal vez avergonzados de reconocer nuestra parte de culpa en su situación.

Grupos de escolares que aparecen apiñados en un interior que parece ser un museo de cuyas paredes no cuelga obra alguna, sólo lienzos grises o azules oscuros. Alumnos de alguna escuela o instituto definidos por sus uniformes, por camisas blancas que rompen la monotonía del espacio que los acoge, quien sabe si tan monótono como la propia existencia o metáfora del interés de los más jóvenes por el mundo del arte.

Personas individuales o en grupo, que no miran al espectador, le rehúyen la mirada recluidos como están en un mundo con reglas propias, un mundo distinto al nuestro, formado a golpe de distintas realidades superpuestas, capaz, al parecer, de fagocitarlos, de convertirlos en seres huidizos, melancólicos y con un punto siniestro. Y es que algo parece que está a punto de romper por algún sitio desencadenando acontecimientos incontrolables.

Eitel nos propone un mundo emocionalmente complejo, de paleta abstracta para acoger a elementos realistas, a fragmentos, memorias o recuerdos de la vida cotidiana en mundos en los que da la sensación de que el tiempo ha salido corriendo, está ausente y todo se llena de una impresión de vacío existencial.

domingo, 13 de febrero de 2011

Philip-Lorca di Corcia (Hartford, Connecticut, 1951)


Realidad y ficción se dan la mano de una forma tan intricada en la obra de este fotógrafo norteamericano, que escenas que pensamos que son reales son escenografías y viceversa. Entre Boston y Yale desarrolló su aprendizaje di Corcia que una vez que desde que empezó a fotografiar las calles de las ciudades se ha convertido en una de las figuras de referencia en ese tipo de fotografía.


Asimismo ha ido evolucionando desde un trabajo en el que en vez de elegir una fotografía entre muchas hacía una única fotografía tremendamente meditada y estudiada, hasta llegar a una forma de trabajar en la que el azar entra en juego. Y es que como él mismo ha reconocido en alguna entrevista, aquella primera forma de trabajar llegó a resultarle aburrida.


En los inicios de los años 80, di Corcia viaja a Los Ángeles y en el bulevar de Santa Mónica empezó a retratar a personajes de las calles, mendigos, chaperos, prostitutas, perdedores, personajes a los que les pesa la vida y eso se refleja en sus cuerpos, en sus rostros, en retratos que combinan la iluminación natural y la artificial de una forma muy particular.


En los años 90 empezará con una serie de fotografías tomadas en las calles de Nueva York, por las que transitan personas solitarias, incluso cuando se encuentran con otros seres humanos, personas que parecen abrumadas por la propia ciudad y la pérdida de identidad que introduce el estar integrado en una sociedad en la que la mayor parte del tiempo estamos rodeados por desconocidos.


Muy impactante es su serie Heads (Cabezas) que desarrolla entre 1991 y 2001, formada por “diecisiete retratos de personajes anónimos captados en las calles de los alrededores de Time Square, ajenos al disparo fotográfico. Imágenes plagadas de una carga teatral que muestran al retratado iluminado por un foco tras un fondo oscuro, concediéndole incluso un halo de sobrenaturalidad”, como se puede leer en este artículo.


Fotografías que en cierto modo recuerdan al tenebrismo de Caravaggio, con esos rostros saliendo de los fondos oscuros, iluminados de una forma teatral y que nos hacen llegar todo su desconcierto, su soledad, su aspecto duro, casi amenazador en algún caso, que parecen salir de la noche para volver a hundirse en otra noche diferente.


Como se afirma en la web de la Fundación Telefónica “las imágenes de los personajes retratados en muchas de las fotografías de di Corcia, que parecen ausentes y aislados, nos recuerdan la vida de la ciudad, la soledad de la gran ciudad, sus habitantes, su situación y su drama personal.”

viernes, 11 de febrero de 2011

martes, 8 de febrero de 2011

Thomas Demand (Munich, 1964)


Simulacros de una realidad previamente representada. Y es que no es fácil definir la obra de este fotógrafo alemán, que toma como base fotografías aparecidas en prensa relacionadas con algún acontecimiento, y que luego reproduce a tamaño real en cartón o papel, escena de la que a continuación toma sus propias fotografías, en una suerte de juego de miradas fotográficas.

Espacios que vacía de la presencia humana y que ilumina con una luz que en alguna ocasión se ha comparado con las luces de un ascensor, lo que contribuye aún más a esa atmósfera irreal, extraña, enigmática en unos espacios atemporales y de esterilidad casi de quirófano.


Lugares que han visto asesinatos, antiguas salas en las que se fotografiaba a presos en el centro penitenciario de Gera en una sala equipada con Rayos X causante de numerosas muertes por leucemia, el Salón Oval del presidente norteamericano… Escenarios reales que se convierten en otra cosa, en lugares probablemente más inquietantes que el que dio origen a la fotografía primigenia.

¿Qué pensar de una gran sala equipada con fotocopiadoras en la que no hay nadie? ¿Qué ha ocurrido ahí para que eso sea así? Javier González Panizo dice que “es más lo que no está, lo que queda disuelto en el proceso, que lo queda aún como residuo representable”.

No solo es la modificación del espacio sino que, además, los objetos acogidos en el mismo, también han cambiado su materialidad. Si al principio son máquinas de escribir, folios, relojes, mesas, sillas, o lo que sea, cuando vemos la fotografía que toma Demand, si miramos desde una cierta distancia no parece que son eso, objetos reales, sin embargo cuando nos acercamos, todo es otra cosa al estar reproducidos en cartón.


“De lejos, el mundo de Demand es un mundo concreto, uno de sustantivos más que de resbalosos adjetivos. Una mesa, una estantería, una cama. Todo parece sólido y estable hasta que, al acercarnos, nos damos cuenta de que esa mesa, esa estantería, esa cama están hechas de papel. Entonces aparece la duda”, tal y como se puede leer en ritnit.com.


El mismo artículo añade que “si antes había una mesa de oficina llena de cosas, ahora tenemos esa misma mesa pero pelada, y no es que los objetos hayan desaparecido, sino que siguen ahí pero desnudos: lo que era detalle superfluo ha sido eliminado, queda algo como un bosquejo del original pero sin las particularidades.”

domingo, 6 de febrero de 2011

Dawn Clements


El dibujo con tinta es la técnica más utilizada por esta artista norteamericana que tiene en los interiores de viviendas, sacados tanto de la vida real como de los fotogramas de películas de Ophüls o Sirk, como de los folletines televisivos, el espacio que reproduce en sus obras que pueden llegar a ser de grandes dimensiones.

Dibujos que en 1993, durante un viaje por Europa, empezó a realizar en un formato expandido. Ella misma lo explica en una entrevista cuando dice que estando en una habitación de hotel intentó dibujar un teléfono que había allí y se dio cuenta que no le cabía en la pequeña cuartilla de papel que tenía. Entonces se le ocurrió pegar otra con pegamento, y pensó “aquí está la razón real para trabajar con el papel, porque puedo hacerlo tan grande cono quiera”.


Esa idea la irá desarrollando hasta que en el 2000 inicia sus trabajos panorámicos, aunque ya años antes había tenido alguna idea a este respecto. Sin embargo, fue en el 2000 cuando empezó a dibujar una silla que tenía en su apartamento, y siguió sin parar de dibujar hasta que consiguió, después de cuatro meses de trabajo, tener dibujado todo el apartamento.


“Con los dibujos panorámicos estoy interesada en la forma en la que vemos como nos movemos por la vida, incluso cuando estamos sentados”, afirma Clements en la misma entrevista. Luego añade que quiere que los espectadores “tengan una primera impresión de que es una pieza ininterrumpida, pero cuando la miras de cerca y visualmente recorres todo el dibujo empiezas a darte cuenta de que está fragmentada”.


Rota en una suerte de fotograma cinematográfico, una narración que tiene conexiones con el cine. Así es habitual que coja fotogramas de películas para quedarse con los interiores únicamente, ignorando la presencia de las personas, y dejar así constancia de su ausencia hasta convertir al espacio en una especie de personaje principal. Dibujos que en ocasiones complementa con frases sacadas de las propias películas o de la televisión a modo de pistas que deja para el espectador.


Las vanitas del Barroco, y el expresionismo de Max Beckman son dos influencias que Clements reconoce, lo mismo que su interés por el melodrama y el cine negro. Influencias que recicla para dar vida a sus obras en las que intenta transmitir “mi propio drama en mi propio mundo, y por eso empecé a hacer dibujos de mi apartamento, de lo que podía ver desde mi cama, dibujando encima de la mesa de la cocina. Me interesan los folletines televisivos. Durante bastante tiempo mi único espacio de trabajo fue la mesa de mi cocina, y la televisión llegó a ser una ventana a otro tipo de mundo”.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Rebecca Horn (Michelstadt, Alemania, 1944)


“Cuando Rebecca Horn era niña, su padre le contaba cuentos de brujas, duendes y dragones que transcurrían en los alrededores de Odenwald (Hesse). Desde entonces, Horn sufre de ansiedad. Durante sus años en la escuela primaria tuvo otra experiencia clave: como al resto de niños, le tocó el turno de conducir las oraciones de sus compañeros, pero no sabía cómo. Se puso tan nerviosa que se pis y recibió un castigo. La enviaron a un internado, pero se escapó segura de que las brujas la perseguirían. Más tarde, en Francia, recibió clases particulares de un profesor ciego. Siguiendo los deseos de su padre, estudió economía y filosofía en la universidad, aunque al cabo de seis meses comenzó a asistir, al principio en secreto, a la escuela de bellas artes de Hamburgo”.

Sirva esta extensa cita sacada del artículo Un viaje hacia el interior del cuerpo, firmado por Ulrike Lehman que se puede leer en el libro Mujeres artistas de los siglos XX y XXI, como presentación de esta artista cuya trayectoria ha estado muy marcada por su trayectoria vital. Después de los aconteceres que reproduce esa cita, Rebecca Horn empezó a trabajar con resinas sin ningún tipo de protección lo que la llevaron a sufrir una larga enfermedad pulmonar de la que tardaría mucho tiempo en recuperarse.


La falta de fuerzas y la necesidad de comunicarse con el mundo la llevó a trabajar con telas o vendas, elementos ligeros con los que podía trabajar. El cuerpo humano y las máquinas han sido desde siempre dos elementos a través de los cuales ha ido conduciendo su práctica artística tocando los caminos de la escultura, el vídeo, la performance, las instalaciones, el cine y también la poesía.

Vehículos todos ellos con los que transmitir sus emociones, pero también sus fobias, sus miedos, todo el complejo mundo de los sentimientos. De hecho, su obra refleja una sensibilidad especial probablemente fruto de su poética y viceversa, incluso cuando se trata de máquinas. Un gusto por el maquinismo que le viene de su fascinación por Buster Keaton.


“Se puede decir que ya prácticamente desde los inicios de su carrera, hacia los años setenta, y a todo lo largo de su compleja trayectoria artística, la obra de Horn es una de las que ha recurrido más asiduamente al ámbito de lo mecánico -tanto en sus películas como sus instalaciones o performances- a menudo para metaforizar, e incluso para sustituir, al cuerpo humano, pero también para suplantar el propio proceso creativo y productivo del artista.” (Marga Paz)