miércoles, 28 de septiembre de 2011

Palacio de Villanueva (Llanera, Asturias, España)

Si ya en 1982 el fallecido profesor de la Universidad de Oviedo Soto Boullosa, afirmaba que la situación en la que se encontraba este edificio era tremendamente precaria, ni el hecho de que desde 1995 cuente con la declaración de Bien de Interés Cultural, ha ayudado a frenar un deterioro muy próximo al nivel de irreversible.

Se trata de uno de los mejores ejemplos de palacio nobiliario insertado en el medio rural de toda la región y que se nos muestra magnífico aun en su estado ruinoso.

Construcción patrocinada por una familia Valdés cuya vinculación con Llanera hay que buscarla en el siglo XII. Su implicación política hará de los Valdés una de las familias relevantes de la Edad Media asturiana, aunque llegados al siglo XVII la rama de los Valdés que seguía asentada en Llanera ya no tiene el mismo esplendor.

La iniciativa de la construcción del palacio fue debida al impulso del matrimonio formado por Andrés de Valdés, escribano de Llanera, y María Alonso de Quirós, responsables además de la fundación del mayorazgo de Villanueva en 1620.

Nos encontramos ante una edificación inscrita dentro de postulados clasicistas, de volúmenes claros con una fachada principal de dos pisos flanqueada por sendas torres de cuatro alturas, separadas por unas sencillas líneas de imposta que se convierten en uno de los escasos elementos decorativos de la construcción, junto con los vanos y los escudos, elementos estos últimos que parece que no formaron parte del palacio hasta el siglo XVIII. Son los elementos heráldicos de las familias Valdés, Bernaldo de Quirós y Navia-Osorio.

El esquema constructivo nos muestra un portalón de entrada de buenas dimensiones, lo que permitía la entrada de carros para facilitar la descarga de su mercancía en alguna de las dos estancias comunicadas con el primer piso de las torres. Sobre la puerta de entrada al palacio tres vanos rectangulares con barandilla de madera nos dicen que ahí estaba el salón.

En las torres, rematadas con mansarda, el ritmo de los vanos es de 1-1-2-3, rectangulares los de mayor tamaño y cuadrados los más pequeños. A la altura del tercer piso el espacio entre ventanales es ocupado por los escudos nobiliarios.

El tono amarillento del sillarejo con el que están construidos los lienzos murales, contrasta de una forma pintoresca con los tonos claros de los sillares bien escuadrados con los que se privilegia a las esquinas y los distintos vanos.


Los espacios de habitación interiores cuentan con un patio como elemento centralizador, esta vez formado por una docena de columnas de orden toscano, a cuya parte superior se accedía a través de una magnífica escalera de piedra, uno de los escasos elementos que aún se conservan en pie. Los espacios interiores se organizarían en torno a un patio ligeramente desplazado de lo que sería el centro geométrico del edificio, cerrado con un muro telón.

La importancia dada a la fachada principal se remarca con la construcción de la capilla dedicada a Nuestra Señora de Villanueva, adosada a la torre oeste del conjunto. Desde el punto de vista constructivo, la capilla es de planta rectangular originalmente cubierta con una bóveda que no se ha conservado, con sendos contrafuertes de buen desarrollo al exterior.

Desde el segundo piso de la torre se podía acceder directamente a una pequeña tribuna, como demuestra la existencia de una puerta hoy tapiada, y los arranques de las vigas de madera que sostendrían esa estructura. Se completa la edificación con una espadaña y una sacristía adosada a la zona del altar.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El country-pop de Lady Antebellum


La verdad es que ahora mismo no soy capaz de recordar de qué forma, o a través de qué medio, entré en contacto con este trío de Nashville (Tennesse). Supongo que eso no tiene ninguna importancia para lo que va a venir a continuación ¿o sí?. Lo siento, soy incapaz de dar respuesta a mi propia pregunta en algo que seguramente que no va a entrar en el Olimpo de los párrafos de apertura de un artículo.

Hace ya un buen puñado de años (uno ya empieza a tener memoria), un amigo me dijo: “la música ideal para estar en la carretera es el country”. Una afirmación con la que no podía estar (y lo sigo estando) más de acuerdo. Un estilo musical que por estos lares no terminamos de acoger con la generosidad que merece, lastrado como está por la imagen de esos vaqueros y vaqueras, armados con una guitarra cantando a las estrellas, las inmensas llanuras en las que pastan millones de vacas, mientras rudos ganaderos añoran a su amada.



Algo de todo eso (las vacas no) se recoge en las letras de este trío formado por Charles Kelly, Dave Haywood y Hillary Scott, con la particularidad de que su música no suena al country llamémosle, para entendernos, “clasico”, sino que le han añadido el toque de su juventud para dejarnos unas melodías de aire pop, a ratos incluso con toques rock y algún violín por ahí que nos recuerda melodías más propias del mundo celta, eso sí, de una forma muy sutil y nunca como sonido principal ni mucho menos.

Un grupo que con dos discos en el mercado, Lady Antebellum (2008) y Need you now (2010), ha alcanzado en ambos casos el triple disco de platino, mientras que en septiembre espera tener en el mercado su tercer trabajo de estudio que llevará por título Own the night.

En todos los trabajos discográficos de Lady Antebellum (todavía no lo he dicho, pero se formaron en 2006), nos encontramos con unas melodías pegadizas y letras románticas muy pegadas a la vida real, para hablarnos de viajes personales, sentimentales, de caminos que tal vez no quede otro remedio que recorrer aunque duelan, de puentes que hay que dejar atrás aunque las lágrimas no nos dejen ver bien el camino que tenemos por delante.


Es el paisaje de la América profunda, de pequeñas poblaciones en las que crecen amores a la sombra y al sonido de la campana de la iglesia mientras en sol cae sobre la línea del horizonte, ese horizonte promesa de algo que solo se puede alcanzar de la mano del otro, de un mundo que, en lo bueno y en lo malo, no es un mal sitio para vivir, para estar, para sentir.


Un lugar, un camino, un coche que se para al lado de otro y la cara de una niña que deja en el aire una sonrisa de chocolate le reconcilia a uno con el mundo. Son canciones que quieren ser optimistas, que quieren contagiar energía, fuerza para seguir adelante y no rendirse, porque aunque las carreteras a veces parecen cortadas y los puentes los hemos quemado, siempre hay una opción, una posibilidad, un amor que está esperando pacientemente nuestra llegada.

Esas cosas las he visto y las he oído en las canciones de Lady Antebellum. He dicho.

martes, 20 de septiembre de 2011

Fuego en la nieve (Battleground, William A. Wellman, 1949)

Un escuadrón de la división 101 aerotransportada el ejército de los Estados Unidos está contando las horas que faltan para disfrutar de las navidades de 1944 en París. Un descanso más que merecido para unos hombres que venían combatiendo desde el desembarco de Normandía en junio de ese mismo año.

Ese es el punto de arranque de esta película clásica de cine bélico, rodada muy poco tiempo después de los sucesos históricos que le dan carta de naturaleza. El plácido discurrir de las horas de unos hombres cansados ya de la guerra, se rompe cuando llega la orden de dirigirse a un pueblo, nadie sabe si belga o luxemburgués, llamado Bastogne. Un lugar que se convertirá en tristemente célebre por acoger una de las últimas grandes batallas de la Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército alemán intentó su última ofensiva en la zona de Las Ardenas.

La película se sale un poco de los caminos por los que transitaría el cine bélico de las décadas más próximas al conflicto, centrado en destacar el heroísmo de los soldados, su desprecio al peligro cuando se trataba de cumplir con una misión y acabar con esos odiosos alemanes.


Y digo que Fuego en la nieve se aleja de esa visión porque nos muestra a un grupo de hombres que tienen miedo, que sufren congelaciones, heridas graves, hambre y todas las penalidades por las que pasan todos los soldados del mundo.


Soldados a los que en pocas ocasiones vemos combatir de forma directa, más ocupados en cavar trincheras, cambiar de posición en un bosque fantasmagórico merced a una pertinaz niebla que favorece la ofensiva alemana. Un escenario de bordes difusos a los que se asoman como fantasmas, soldados alemanes camuflados para combatir en la nieve en una de las pocas acciones de combate que nos ofrece la película.


El guión deja hueco para la ironía, para el humor y también para la reivindicación de la memoria de un sacrificio, de los que cayeron en esa batalla y de los que volvieron. Al inicio de la cinta, rodada íntegramente en estudios, se dice que está dedicada a los bastardos apaleados de Bastogne, frase anunciadora de que lo que vamos a ver es una historia que buscar más los perfiles de la dura realidad que los de la épica del combate y del patriotismo fácil.

Divertida es la escena en la que altos oficiales alemanes se dirigen a los norteamericanos para pedir su rendición y la respuesta que reciben es “nuts”, palabra que significa “nueces” pero que también se puede traducir por “un cuerno”. El oficial alemán al no terminar de entender la expresión pregunta si tiene un sentido afirmativo o negativo y se le responde que profundamente negativo.

También es destacable la escena del pastor dirigiendo un rezo colectivo en el que hace una reivindicación, ante soldados de diferentes creencias religiosas, procedencias y grupos étnicos, de las razones por las que están luchando todos juntos y sufriendo penalidades, razones que seguramente no van a entender sus compatriotas y que tienen que ver con la derrota del fascismo.

A pesar de estar nominada a un total de seis Oscar y de llevarse el de mejor guión y mejor fotografía en blanco y negro, le película adolece de un mejor desarrollo de las características psicológicas de unos personajes a los que dan vida actores de segunda fila que en algún caso, parecen estar ausentes de la película. Del mismo modo que el guión presenta algunas carencias que hacen que el continuo de la historia se resienta y pase por momentos en los que cae en la monotonía.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Tino Sehgal (Londres, 1976)


Después de estudiar dos disciplinas tan diametralmente opuestas como son la economía por un lado y la danza por otro, este artista anglo-alemán ha venido desarrollando una peculiar carrera artística que le está llevando a convertirse en un figura reclamada por las principales instituciones museísticas y galerías del mundo. Una proyección iniciada en Europa y capaz de prologarse hacia el otro lado del “charco” a pesar de su juventud.

Una doble formación reflejada en su obra según destaca Anne Midgette en un artículo publicado en el New York Times, en el que dice que las influencias definitorias del trabajo de Sehgal “son más las de John Kenneth Galbraith y Walter Benjamin que las de Bruce Nauman o Félix González- Torres”.

Y es que si bien en los títulos de algunas de sus coreografías o performances, hacen referencia a la obra de Nauman o Dan Flavin, la filosofía que está en la base de esas creaciones tiene que ver con el pensamiento de Benjamin cuando este dice que el arte verdadero tiene su base en el ritual, según destaca Midgette.


Unas acciones coreográficas desarrolladas en el interior de museos o galerías, con prohibición expresa acerca de la toma de imágenes de cualquier tipo, bien sean fotográficas o de vídeo, y de las que no puede quedar ningún tipo de documentación alusiva a la misma, ni siquiera de las condiciones de contratación con la institución que sea. Contratación que se lleva a cabo de forma verbal y sin que medie ningún tipo de documento.


Acciones de lo más variopintas que van desde una pareja abrazándose y besándose imitando obras del pasado que reproducen esas acciones, como El beso de Rodin, por ejemplo, al grupo de niños que preguntan a los visitantes si piensan que eso es el progreso. Coreografías que, al no tener el soporte visual, únicamente tienen lugar en un tiempo y en espacio determinado, y solo se mantienen en el recuerdo del espectador que las ha vivido, al que muchas veces se le invita a sumarse a la acción.


Rabiosamente contemporáneas, en tanto en cuanto se desarrollan aquí y ahora, puede ser que nos encontremos con un vigilante del museo o galería leyéndonos los titulares de la prensa del día, en un refuerzo de esa contemporaneidad, de ese momento que está transcurriendo en ese mismo instante y que ya nunca más va a repetirse. Otras veces deja que un grupo de niños ocupe una sala vacía y sean ellos los que inviten a los adultos que los ven a sumarse a sus juegos, y les deja la opción de decidir si la acción ha sido un éxito o un fracaso.


Vuelvo otra vez al artículo del New York Times para traer otro párrafo que encuentro ilustrativo acerca de la obra de Sehgal: “Su trabajo se revela contradictorio en sí mismo. Es efímero al mismo tiempo que queda fijado; intangible y caro, porque una parte del concepto de su obra es que los intérpretes tienen que cobrar. Son obras creadas con un rigor extremo y obsesivo, pero está sujeto al cambio, ya que la única grabación que existe está en la mente de los espectadores”.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Kamikaze: moriremos por los que amamos (Ore wa, kimi no tame ni koso shini ni iku, Taku Shinjo, 2007)


Peculiar película japonesa que en nuestro país entró directamente al mercado del DVD sin pasar por la pantalla grande. Y digo peculiar porque no es habitual encontrar en las estanterías de las grandes superficies películas en las que los japoneses den su propio punto de vista acerca de la Segunda Guerra Mundial.

En este caso el director opta por detener su mirada y su cámara en los kamikazes, esos pilotos a los que se ordenó, a partir de 1944 cuando la suerte de la guerra ya se decantaba claramente a favor de los aliados, estrellarse con sus aviones contra los barcos de la Marina estadounidense en un intento por revertir la situación bélica.

Taku Shinjo, tomando como base el libro de Shintaro Ishihara también guionista de la película, opta por mostrar el lado humano de los alrededor de 10.000 jóvenes obligados a convertirse en pilotos suicidas, en ese viento destructor capaz de hundir los barcos de la flota enemiga.


La historia transcurre a través de la figura de Tome Torihama, una mujer que regentaba una casa de comidas en las proximidades de la base aérea de Chira, en Kagoshima, y a la que se la llegó a conocer como la “madre de los kamikazes”, por las atenciones y cuidados que les prestaba en sus últimas horas de vida a unos jóvenes que se nos muestran como eso, como jóvenes enamorados, con ilusiones vitales, con miedo a morir, convertidos en carne del juego de un general, en este caso del emperador, y lejos de la imagen del fanatismo que se le supone a este tipo de personas capaces de inmolarse por alguna de esas grandes palabras que tanto daño han hecho a la humanidad.


Jóvenes que se dan cuenta que su sacrificio va a ser inútil, pero la presión de sus mandos e incluso de sus conciudadanos y familiares, les hace asumir un papel que saben fatal y sin salida posible. A bordo de unos aviones muchas veces precarios, esos pilotos dieron muestras de una valentía más allá de lo razonable y algunos de los diálogos de la película van en esa dirección.


Generales cínicos mandan a los escuadrones a una muerte segura con la total certeza de la inutilidad del gesto, algo que se pone crudamente de manifiesto una vez que llega la derrota y solo unos pocos de aquellos jóvenes podrán seguir con sus vidas con la pesada losa del recuerdo como equipaje. Alguno incluso será incapaz de regresar a la patria y preferirá la soledad de una isla abandonada cerca de Okinawa para pasar sus días, mientras otros sufrirán problemas para mantener su vida familiar.


En definitiva, se trata de una película que sin terminar de ser redonda, contiene momentos apreciables, y siempre tiene su interés conocer el punto de vista japonés del conflicto mundial.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Nikhil Chopra (Calcuta, India, 1974)


A punto de hacer su trabajo de graduación en la Universidad de Ohio, en los Estados Unidos, este artista indio sintió una especie de epifanía, así al menos lo define él mismo, que le llevó a reencontrarse con sus raíces asiáticas y empezar a desarrollar unas originales performances en torno a la idea de la identidad, del espacio, de la historia y de los paisajes tanto naturales como urbanos.

Son tres los personajes fundamentales a través de los cuales Chopra desarrolla sus acciones: sir Raja, Yog Raj Chitrakar y el más reciente el tambor solista. Son personajes que Chopra reconoce que tienen algo de autobiográfico.

“Mientras sir Raja es la quintaesencia del rey o príncipe indio europeizado, Yog Raj Chitrakar es el delineante o pintor de paisajes de la era victoriana o del cambio de siglo, que viaja en expediciones como un explorador que escribe crónicas del mundo que descubre”, dice el propio autor en su página web, en la que no da ninguna clave acerca del tercero de los personajes.

Chitrakar está basado en la figura de su abuelo, que tuvo la oportunidad de estudiar en Alemania y Gran Bretaña en los años 30, y que durante años fue un apasionado pintor de los paisajes de la Cachemira. De ahí que en las performances de Chopra aparezca pintando los paisajes que le acogen, urbanos o naturales, y los pone en relación con su propia historia o presente.


Pinturas que hace en la misma calle o en el interior de una galería artística ataviado como si fuera uno de esos británicos que en el siglo XIX tomaron posesión de la India para convertirla en la auténtica joya del imperio colonial británico. Performances en las que se rodea de toda una suerte variopinta de objetos conseguidos en mercadillos de viejo, objetos que llevan a la performance sus propias historias, su propio reflejo del paso del tiempo.


Performances las de Chopra en las que se le puede ver realizando acciones de lo más cotidiano (comer, lavar la ropa, asearse…), algunas dotadas de un contenido autorreferencial como es el caso del afeitado de la cabeza, acción que en algunas culturas se relaciona con la muerte de un ser querido y a la que Chopra dota de un contenido de renacimiento, de vuelta a la existencia.


Con su trabajo Chopra investiga como puede “adentrase en lo personal y en lo colectivo, en la historia cultural para, entre otras cosas, explorar cuestiones como la identidad, el papel que juega la autobiografía en ello (…) También trato de analizar el proceso de transformación como algo consciente y capaz de ser experimentado físicamente y representado en mi trabajo a través de la performance”. (Cita extraída de la web oficial del artista)


De la misma fuente extraigo esta cita: “Mis performances deben de ser vistas como un relato en el que se cruzan historias familiares, una narrativa personal y la vida cotidiana. El proceso de convertir eso en una performance es una forma de acceder a ello, de excavar, extraer y presentarlo ante el público”. Más adelante añade que “mi sentido de la identidad está profundamente conectado con mi sentido de la localización en el tiempo y en el espacio”.


miércoles, 7 de septiembre de 2011

Toro salvaje (Raging bull, Martin Scorsese, 1980)

El gusto que siente este director por los personajes inadaptados ya lo había dejado claro en Taxi Driver, por citar solo una y también protagonizada por un excelente De Niro. De eso es una muestra muy clara esta película, Toro salvaje, basada en la biografía del boxeador norteamericano Jake La Motta, campeón del mundo de los medios en 1949.

Scorsese llegó a filmar esta película después de haber pasado por un calvario particular en forma de enfermedad provocada por su abuso de las drogas que a punto estuvo de costarle la vida. Después de eso y de una crisis de identidad creativa, le llegó la propuesta, de la mano del propio De Niro, de sacar adelante este proyecto en el que los dos, director y actor, demostraron tener mucho músculo y mucho talento.

Si desde el punto de vista actoral, De Niro se vio obligado a engordar 30 kilos y a entrar en la piel de una personalidad muy violenta, para el director tampoco era sencillo afrontar una historia de autodestrucción en la que el boxeo se convierte en el camino de autoflagelación, en el único espacio en el que La Motta podía sentirse en paz consigo mismo.


La violencia formaba parte esencial de la vida del boxeador, tanto dentro como fuera del ring, una violencia sustentada en su falta de adaptación a las normas básicas de convivencia lo que le lleva a no tener otra forma de relacionarse con los que le rodean más que a través de una violencia que pasa de lo verbal a lo físico a la más mínima insinuación.


Para hacernos llegar con toda la fuerza posible la intensidad de la violencia, del sentimiento de autodestrucción, en la que vive el personaje, Scorsese rueda la película en un blanco y negro muy expresionista y mete la cámara dentro del ring de boxeo para que veamos en primer plano como los golpes impactan contra la cara de los contrincantes, como vuelan las gotas de sudor y como la sangre llega a salpicar a los jueces del combate.


La dureza es extrema en las escenas de violencia doméstica y en las boxísticas, en ese camino que La Motta pretende que le lleve a la redención, a encontrarse consigo mismo, con su parte humana cuando todos piensan que no es más que una bestia. En ese sentido es especialmente impactante la escena en la celda de la prisión en la que golpea los muros mientras se dice a sí mismo que no es una bestia.


El único anclaje que tiene al mundo es su hermano, al que encarna magníficamente Joe Pesci, la única persona a la que respeta y, de vez en cuando, escucha. Sin embargo, su propia personalidad atormentada le llevará a perder a su hermano después de propinarle una paliza al pensar, falsamente, que se está acostando con su mujer.


Ese es el principio del fin para La Motta que no encontrará otra forma de encontrar el respeto por sí mismo que dejar que Sugar Ray Leonard le propine una enorme paliza en el ring. A pesar de la sangre y de la derrota, La Motta todavía tiene fuerzas para vanagloriarse de que Leonard no ha conseguido hacerle morder la lona.


Ese es el final deportivo de La Motta, que buscará ganarse la vida con un club nocturno, aunque una acusación de corrupción de menores le llevará a la cárcel, hasta convertir su vida en un espectáculo actuando como monologuista en clubes de mala muerte. La redención final le llega cuando puede mirarse al espejo y encontrar que la imagen que este le devuelve ya no le resulta odiosa.


domingo, 4 de septiembre de 2011

La mirada invisible (Diego Lerman, 2010)

Corren los días previos a la guerra de las Malvinas, conflicto que llenó de dolor a los argentinos y que supuso el principio del fin de la dictadura y del regreso de la democracia. En esos días inciertos transcurre esta película basada en la novela Ciencias morales de Martin Kohan, galardonada con el Premio Herralde y editada en España por Anagrama.

La protagonista es Marita, una joven de 23 años preceptora en un colegio de Buenos Aires, un puesto que la convierte en una de las vigilantes de la ortodoxia, es decir, que los alumnos lleguen a sus aulas en formación militar, no tengan ninguna falta en su indumentaria y sigan la estricta disciplina que caracteriza al centro.

Un espacio opresor y opresivo, en el que predominan los colores grises, en el que se busca reprimir la individualidad de los alumnos ya que cualquier falta de disciplina se considera como una rendija abierta a la subversión.


Una magnífica Julieta Zylberberg da vida al personaje principal, una joven de 23 años que aún no ha conocido varón y que siente como su cuerpo nota los efectos de esa carencia. En su afán por ser esa mirada invisible fundamental en cualquier sistema represivo, llegará a esconderse en uno de los cubículos del servicio masculino para descubrir a algún fumador furtivo.


Encerrada en ese ambiente, Marita, que vive con su abuela y su madre enferma, entrará en contacto con su lado oscuro para empezar a experimentar unas sensaciones demasiado tiempo ahogadas. Debatida entre Biasutto, un cincuentón jefe de los preceptores, y un joven alumno, el espionaje al que somete a los jóvenes terminará derivando hacia lugares menos confesables.


Eso desde una interpretación en la que prima la contención, los silencios, las miradas para trasladarnos en todo momento la turbación que Marita siente ante la cercanía del alumno de sus desvelos o esa figura del adulto adusto, bien vestido y aparentemente fiable en su seriedad.


Marita sobre todo mira con profunda tristeza sin saber como canalizar eso que siente. La misma represión y obsesión en las que vivía la sociedad argentina de aquella época, seguramente nada diferentes a las que se vivieron en España durante 40 años, en la que las delaciones y las denuncias estaban a la orden del día, es el ambiente que se concentra en ese colegio al ritmo del himno nacional y de unos alumnos robotizados.


Algo oscuro, siniestro recorre esos pasillos desornamentados, esas aulas secas, duras, en una atmósfera opresiva en la que cualquier atisbo de humanidad (un beso en el pasillo, una pelea de adolescentes) genera un castigo inmediato. Tanta represión, en todos los sentidos solo puede tener un desenlace.