jueves, 20 de febrero de 2014

Manuel Álvarez Bravo, fotografía con tiempo


Los agachados, 1931.

El México nacido de la Revolución fue un país que entró en el camino de la modernidad con la normal tensión entre las nuevas formas de vida urbanas y las tradicionales campesinas. Un México nuevo que tenía que empezar a reconocerse a sí mismo y que vivió las normales tensiones que traen consigo los periodos de cambio profundo.

Desde la azotea, 1941.

En ese contexto de país empezó a desarrollarse la obra fotográfica del básicamente autodidacta, Manuel ÁlvarezBravo (Ciudad de México, 1902-2002) , y que no fue óbice para que llegara a ser reconocido como el fotógrafo más influyente del siglo XX en el continente hermano. Un fotógrafo que supo recorrer un camino personal alejado del pictorialismo y que supo dar a sus imágenes un contenido nuevo, diferente y capaz de influir en generaciones posteriores.

Muchacha viendo pájaros, 1931.

Se dice que Álvarez Bravo llegaba a un lugar, se establecía con su cámara y no iba a la búsqueda de la imagen, sino que esperaba a que el instante llegara hasta él para inmortalizarlo. Es la captura del momento, la plasmación en imagen fija del tiempo. Se trata como escriben Manuel Álvarez Bravo y Aurelio Asiain, no de detener el tiempo “sino de hacerlo visible plenamente”.

Ondas de papel, c. 1928.

Fotógrafo de los grandes muralistas mexicanos como Ribera, Siqueiros, Orozco, y realizador de imágenes fijas para cineastas de la talla de Eisenstein, John Ford y Luis Buñuel, admirado por André Breton, Álvarez Bravo no termina de encajar del todo en las etiquetas de fotógrafo “político” o “surrealista”. No parece ser ni una cosa ni otra, sino más bien estamos ante un artista con una forma de mirar por momentos desconcertante por la combinación peculiar de elementos y un sentido del humor o, mas bien, de la ironía muy particulares.

Parábola óptica, 1931.

Probablemente la única militancia que cabe encontrar en las fotografías de Álvarez Bravo, es el del rechazo al pintoresquismo, a esa forma de querer ver en la realidad únicamente la faceta antropológica, etnográfica, para llevar la fotografía a un terreno en el que es necesaria la interpretación a cargo del espectador, de la observación minuciosa de todos los elementos que se dan cita en sus imágenes.

Andamios II, 1929.


Al mismo tiempo, Bravo huye de cualquier sentido del espectáculo mientras sus retratados están totalmente ajenos a nuestra mirada y a la del fotógrafo; nos dan la espalda o no miran directamente a la cámara, ajenos a la labor del fotógrafo al que ignoran con una dignidad total. Otras veces serán caballos de tiovivo los que nos ofrecen una sonrisa que tiene mucho de sardónica, riéndose, tal vez, de unos humanos empeñados en emplear cantidades ingentes de tiempo en cosas completamente inútiles.

lunes, 17 de febrero de 2014

La poesía de los caminos de tierra en la fotografía de Mariana Yampolsky


Martel, 1988.

A bordo de un Volkswagen blanco la mexicana de adopción, Mariana Yampolsky (1925-2002) recorrió todos los caminos de México, ese país con un pie en la tradición más milenaria y otro en la rabiosa modernidad llegada de un aparentemente todopoderoso norte amnésico. Un país de una riqueza extraordinaria en todos los niveles pero especialmente en sus gentes diversas.

Mujeres mazahua, 1989.

Tan diversas como la propia fotógrafa de la que me ocupo hoy, de padre ruso judío y artista, y madre alemana también judía con posibles económicos, y ambos de familias emigradas de la persecución en el viejo continente en años muy difíciles. Así, Mariana nacería en Chicago pero desde que cruzó la frontera del Río Grande en 1945 supo que ya no había vuelta atrás, atrapada como se quedó en la magia del país azteca.

Bicicleta de Carnaval, 1991.

Después de formar parte del Taller de Gráfica Popular y de estudiar pintura y escultura en la Escuela Nacional de Grabado, Pintura y Escultura de La Esmeralda, Mariana Yampolsky se dedicó por entero a la fotografía, a dejar constancia de los aspectos más profundos de la realidad del México profundo, de pueblos milenarios amenazados por una modernidad que no entiende de matices, y de un medio ambiente acosado por la acción humana.

Columna salomónica, Sierra de Puebla.

Grupos humanos capaces de vivir en armonía con su entorno, que conservan en sus costumbres recuerdos de civilizaciones que ya viven en los libros de historia y en los espectaculares edificios que todavía hoy podemos admirar, pueblos sencillos de tradiciones paganas y cristianas que conviven en perfecta armonía, de fiestas, de trabajos del campo, pueblos pobres en lo material pero con una gran riqueza cultural, pueblos formados por personas que tienen en la dignidad un referente inexcusable.

Esperando al padrecito, 1987.

Comunidades que viven en casas de adobe, de madera, que cultivan maíz, con el magüey formando parte inseparable de un paisaje duro que se marca a fuego en los rostros de mujeres y de hombres que una vez fueron niños y a los que Mariana supo retratar con respeto, con una dulzura más allá de las palabras, matizada por las sombras de un blanco y negro en el que lucen todos los matices.



Como explicaba la propia fotógrafa la fama no era su objetivo, movida como estaba  por el trabajo constante y exigente, porque “no tenemos que inventar nada, todo está ahí sólo hay que descubrirlo, fotografiarlo y gozarlo”.

jueves, 13 de febrero de 2014

Encubridora (Rancho Notorious, Fritz Lang, 1952): Un western con sabor a cine negro



A pesar de que Howard Hughes tuvo mucho, diríamos que demasiado, que ver en el montaje final de la película, e incluso cambió el título original que iba a ser Chuck-a-Luck (en alusión a un juego de ruleta de la fortuna), estamos ante el que los especialistas dicen que es el mejor de los tres westerns que firmó Fritz Lang, una opinión que no sé si compartir o no habida cuenta de que no he visto los dos anteriores.




Sin embargo, de lo que sí estoy convencido es que estamos ante una obra apreciable, si bien no de las más destacadas, del cineasta austriaco emigrado a los Estados Unidos en los tiempos de los nazis, y en la que vuelve a tratar uno de sus temas favoritos que no es otro que el mal, o más bien diríamos que las manifestaciones del mal y de cómo influye en la vida de las personas.




Y en este caso con una historia que cruza a Vern Haskell (Arthur Kennedy), un hombre golpeado por una tragedia que le cambiará radicalmente su vida; Altar (Marlene Dietrich), mujer lanzada a una vida disoluta; y Frenchie Fairmont (Mel Ferrer), un hombre convertido en pistolero después de haber dado muerte a otro hombre.




Tres destinos marcados a fuego que se cruzarán sobre las arenas del desierto, en el polvo de un camino enrevesado que a pesar de estar grabado en color, presenta muchos más oscuros que claros. Y es que Fritz Lang maneja en esta película extraordinariamente los contrastes, una luz dura para poner un marco tenebroso a una historia de vaqueros, de forajidos, de hombres y mujeres incapaces de salir del círculo vicioso en el que se han visto metidos incluso a su pesar, y del que saben que no hay salida posible.




Nada más comenzar la película ya nos queda marcada la tragedia, con muy pocos elementos pero suficientes para que el espectador se meta de lleno en la historia, sin transiciones, sin elementos innecesarios, sin falta de que veamos toda la tragedia, ésta se nos impone sin paliativos. A partir de ahí arranca una historia de búsqueda, de encuentro y de formación de un triángulo amoroso que notamos que va a ser de imposible resolución.





Y cuando parece que puede haber un resquicio a la esperanza, esta se tornará de nuevo en tragedia, cuando las preguntas encuentren respuesta, entonces sí que la vuelta atrás se torna imposible y la tragedia se vuelve a enseñorear de la historia. En un mudo duro, cruel, inmisericorde, no queda lugar para el amor. Y el camino sigue, el polvo se deposita en el suelo y sólo hay sitio para el olvido.

lunes, 10 de febrero de 2014

Swimming Pool, una historia oscura plagada de sol



Estamos ante una película francobritánica dirigida por François Ozon, estrenada en el Festival de Cannes de 2003 y con Charlotte Rampling y Ludivine Sagnier en sus principales papeles, encarnando, respectivamene, a Sarah Morton, una madura escritora de novela negra de éxito, y a Julie, una jovencita con una vida sexual de lo más activa.




Ambas coincidirán en la casa que el editor de Sarah y padre de Julie, tiene en Francia, con el sol y una piscina como elementos importantes en una película rodada con una gran sensibilidad para ir desgranando sin prisa, sin elementos innecesarios, la relación que se plantea entre las dos mujeres. Una relación de choque de mentalidades, de rivalidad, pero también de voyeurismo, de atracción.




Son dos mujeres que terminan de influirse una a la otra a través de mecanismos sutiles, de ciertos paralelismos y de puntos de encuentro, casi como si una fuera el trasunto de la otra, en medio de un ambiente propicio para la calma pero que termia convirtiéndose en un microcosmos en el que cabe la tragedia, cabe el recorrido por los mundos recónditos de cada una de esas dos mujeres, a las que dan vida dos actrices que están espléndidas, especialmente Rampling.




Una historia en la que la tensión, también la sexual, va creciendo de nivel hasta resultar palpable, cotada a través de un puñado de imágenes de enorme belleza visual, tanta como el del paisaje bañado por el sol que pone el marco a la historia. Y es que en lluvioso Londres del que sale Charlotte Rampling, una historia como esta difícilmente podría desarrollarse de la misma manera o con la misma intensidad.




Después de seguir caminos divergentes, los pasos de Sarah y de Julie llegarán a converger en un camino que lleva a la película por nuevos derroteros, por senderos más acelerados, camino de un final tramposo y desconcertante, tal vez demasiado desconcertante para cerrar de una forma redonda una historia que atrapa, que seduce para terminar desembocando en un puzzle de piezas dispersas que abre tanto el abanico de las posibles interpretaciones de la película que pone un poco de niebla en un cuadro lleno de matices.