lunes, 31 de marzo de 2014

Mayor Dundee (Major Dundee, Sam Peckinpah, 1964): Gran película que pudo haber sido obra maestra



El duelo que tuvo que mantener el director, elegido después del éxito que había obtenido con Duelo en la Alta Sierra, con los productores y la Columbia, nos ha hecho llegar un reflejo (todavía con bastante brillo) de lo que pudo haber sido una gran película y que se ha quedado en una buena película. Desencuentro que hizo que el director se desentendiera del montaje final y que incluso estuviera a punto de ser despedido en pleno rodaje, situación solventada por Charlton Heston cuando se ofreció a no cobrar parte de sus honorarios a cambio de que Sam Peckinpah siguiera al frente del rodaje.


De todos modos nos queda la historia de un mayor del ejército de los ya Estados Unidos (estamos con la Guerra Civil recién terminada), al que un error táctico en la batalla de Gettysburg condena a dirigir un penal militar que acoge a un buen número de soldados del sur, entre ellos un viejo amigo, el capitán Tyreen (Richard Harris). Ambos compañeros en West Point, con la guerra de por medio tomaron caminos distintos que ahora se reencuentran.


Después de un ataque de un grupo de apaches que termina con varios colonos muertos y el secuestro de tres niños, Dundee decide formar una columna con “panzas azules” (así llamaban los del sur a los militares del ejército del norte), soldados sudistas, varios soldados de color, y toda una ralea de ladrones, borrachos y un pastor de almas, con el fin de recuperar a los niños y matar al jefe de la partida apache refugiada en México.


Desde el inicio se palpa una gran tensión en el grupo, con los sudistas obligados a presentarse voluntarios como forma de salir de la prisión y, en algún caso, escapar de la horca, ahora obligados a pelear hombro con hombro con hombres que antaño eran sus esclavos, y con el añadido del rencor entre los personajes de Heston y Harris, con viejas cuentas pendientes a costa de un Mayor Dundee que siempre se ha movido por un rígido sentido del deber que le hace parecer completamente inhumano.


Sólo tendrá Dundee un momento de flaqueza, y la culpable será una mujer, momento que casi pone fin a la misión, y eso marca el inicio de una decadencia moral que no termina de verse en toda su intensidad en la película, seguramente debido a los cortes introducidos en el metraje (en España además se recortaron otros tres minutos extra), lo que obliga al espectador a hacer un auténtico salto acrobático para comprender determinadas reacciones.


En el paisaje mexicano tan caro a Peckinpah y al que volverá en títulos posteriores, se desarrolla un drama humano, con una violencia en momentos más psíquica que física, que terminará desembocando en una batalla final que decidirá la suerte de los protagonistas, un poco al modo de Perros de paja, aunque con mucho menos dramatismo.


Buen western que los aficionados al género disfrutamos, aunque no podamos evitar pensar que unos estudios pacatos nos han dejado con la miel en los labios, y nos han escamoteado lo que pudo haber sido una obra maestra.


jueves, 27 de marzo de 2014

Día Mundial del Teatro

Mensaje Internacional por el Día Mundial del Teatro 2014
Donde exista la sociedad humana, el irreprensible Espíritu de la Representación se manifiesta
Bajo los árboles en pequeños pueblos, y en los escenarios altamente tecnificados en metrópolis globales; en pasillos de escuelas y en campos y en templos; en barriadas, en plazas públicas, en centros comunitarios y en sótanos de ciudades del interior, la gente es atraída para compartir en el efímero mundo teatral que creamos para expresar nuestra complejidad humana, nuestra diversidad, nuestra vulnerabilidad, en carne viva, y aliento, y voz.
Nos reunimos para sollozar y para recordar; para reír y contemplar; para aprender y para afirmar y para imaginar. Para maravillarnos de la destreza técnica, y para encarnar a los dioses. Para capturar nuestro aliento colectivo en nuestra habilidad para la belleza y la compasión y la monstruosidad. Venimos a energizarnos, y a empoderarnos. Para celebrar la riqueza de nuestras diversas culturas, y para disolver las fronteras que nos dividen
Donde exista la sociedad humana, el irreprensible Espíritu de la Representación se manifiesta. Nacido en la comunidad, lleva las máscaras y las vestimentas de  nuestras diversas tradiciones.  Utiliza nuestros lenguajes y ritmos y gestos, y aclara un espacio  entre nosotros.
Y nosotros, los artistas que trabajamos con este espíritu ancestral, nos sentimos obligados a canalizarlo a través de nuestros corazones, nuestras ideas y nuestros cuerpos para revelar nuestras realidades en toda su mundanidad y brillante misterio.
Pero en esta era en la que tantos millones luchan por sobrevivir, están sufriendo bajo regímenes opresores y de un capitalismo depredador, están huyendo de conflictos y adversidades; donde nuestra privacidad es invadida por servicios secretos y nuestras palabras son censuradas por gobiernos entrometidos; donde los bosques están siendo aniquilados, especies exterminadas y océanos envenenados: ¿qué nos sentimos obligados a revelar?
En este mundo de poderes desiguales, en el que diversos órdenes hegemónicos tratan de convencernos que una nación, una raza, un género, una preferencia sexual, una religión, una ideología, un marco cultural es superior a todos los otros, ¿es verdaderamente defendible insistir que las artes deben estar sin cadenas frente a las agendas sociales?
¿Estamos nosotros, los artistas de arenas y escenarios, conformes con las esterilizadas demandas  del mercado, o aprovechar el poder que nosotros tenemos: el de limpiar el espacio en los corazones y las mentes de la sociedad,  para reunir a la gente alrededor de nosotros, para inspirar, encantar e informar, y crear un mundo de esperanza y generosa cooperación?

Brett Bailey

lunes, 24 de marzo de 2014

True Detective: Un caminar por los senderos del mal



Creo haber dejado escrito alguna vez en este blog, aquello de que la semilla que plantó David Lynch con Twin Peaks, allá por un lejano año 1990 sólo habían empezado a dar frutos más de una década más tarde. Y después de haber visto True Detective me reafirmo totalmente en ello, en eso y la frase, de la que no soy autor, de que el mejor cine actual se está haciendo en la televisión.


True Detective consigue eso que sólo es patrimonio de algunas series (en mi caso Twin Peaks, The Wire, Forbrydelsen, Luther, incluso Broadchurch), y es dejar una sensación de que irremediablemente vamos a echar de menos a esos personajes convertidos ya en iconos particulares de un Olimpo absolutamente pagano, habitado por personajes desilusionados, en cierta medida perdedores, desesperanzados y muy muy cansados.


Aspectos que encarna con especial intensidad ese Rustin “Rust” Cohle, al que da vida un magnífico Matthew McCounaghey, con la réplica precisa de Marty Hart, o lo que es lo mismo, Woody Harrelson. El primero un tipo solitario, con una filosofía atea y nihilista que choca profundamente con una sociedad del estado de Luisiana de raíz católica conservadora y con la familia como base fundamental, aspectos que representa un Marty Hart muy capaz de perder el norte en noches de alcohol y de sexo infiel.


Ambos personajes se reúnen en torno a un asesinato de una chica al pie de un árbol solitario, con evidentes signos de haber sido víctima de un ritual macabro relacionado con cultos satánicos, rituales de vudú muy enraizados en una suerte de fuerza telúrica que amenaza a todos los habitantes de una zona muy rural, pobre, endogámica, en la que la maldad se encarna en el Rey Amarillo y tiene su macabro escenario en un misterioso lugar llamado Carcosa, referencias ambas a la literatura gótica.


La serie nos deja en la memoria una serie de diálogos fascinantes que van saliendo de una serie de flashbacks que van desde el año 1995 hasta 2012, a través de los cuales se van desgranando los aspectos de la compleja personalidad de los protagonistas, de hecho a ratos se tiene la sensación de que el asesinato no es más que una mera anécdota necesaria para adentrarnos en el interior de los dos protagonistas absolutos de la serie.


Por caminos polvorientos que como dice la letra del tema de los créditos iniciales de la serie, no conducen a ninguna parte, amplios paisajes de pantanos, una vegetación exuberante y débiles cabañas de madera, el mal cabalga sin control aún a sabiendas de todo el mundo, y según avanzamos en la trama nos vamos dando cuenta de lo macabro que es todo, de la dolorosa decadencia moral y física que puebla ese paisaje.


Sólo ocho episodios, no sobra ni falta ninguno. Habrá otras temporadas, todas autoconclusivas y con otros personajes. Grave peligro de que no puedan estar a la altura. Ya veremos.
“En la eternidad, donde no existe el tiempo, nada puede crecer, nada puede llegar a ser, nada cambia. Por eso la muerte creó el tiempo, para cultivar las cosas que matará.” ¿Qué se puede añadir a esto?

miércoles, 19 de marzo de 2014

Helen Frankenthaler: Paisajes y emociones.


A Green Thought In A Green Shade, 1981.

A pesar de haber sido una pintora que no tuvo que sufrir que se utilizara su condición de mujer como elemento definitorio de su pintura y generalmente usado como elemento de connotación negativa, no pudo escapar a valoraciones muy negativas de su pintura con calificativos como “carente de sustancia”, “estilo incontrolado”, o de ser “demasiado poética”. Calificativos que podríamos calificar de “generosos” si tenemos en cuenta que no faltó quien afirmara que su pintura únicamente trataba acerca de “la menstruación y el mundo líquido de la femenino”.

Basque Beach, 1958.

Críticas aparte, lo que hoy está meridianamente claro es que Helen Frankenthaler (1928-2011) ocupa por derecho propio un lugar destacado en la pintura norteamericana. Nacida en Manhattan en el seno de una familia sin problemas económicos, supo desarrollar un estilo que llevó el expresionismo abstracto a un nuevo nivel que los crºicos﷽﷽﷽﷽﷽ionismo abstracto a un nuevo nivel que los cr de una familiaio un lugar destacado en laíticos definen como abstracción post pictórica.

Madame Butterfly, 2000.

Su compatriota Barbara Rose ha definido su pintura como expresión de “la libertad, la espontaneidad, la franqueza y la complejidad de la imagen, no exclusivamente producida por el estudio o la mente, pero explícita e íntimamente ligada a la naturaleza y a las emociones humanas”.

Tahiti, 1989.

Frankenthaler introdujo la técnica de pintar directamente sobre el lienzo sin preparación previa, lo que causa la sensación de que los colores salen directamente de la tela, a lo que une un dibujo sutil, una libertad compositiva total, y una figuración ambigua casi convertida en algo simbólico, a la vez que niega a la pintura su capacidad para crear ilusión de profundidad.

Mounts and Sea, 1952.

Sus cuadros son campos de color que emergen de forma orgánica y natural del lienzo, y que dan la sensación de que se prolongan más allá de los límites de la tela. Frankenthaler explicó alguna vez que en su proceso de creación “no hay reglas. Hay que dejar que la pintura te lleve a dónde te quiera llevar.”

What REd Lines Can Do, 1970.

El lugar es el tema general de la obra de Frankenthaler, una obra que reproduce las impresiones que la pintora recibía del paisaje, las sensaciones nacidas de su experiencia personal, en un grupo de obras visualmente muy distintas entre sí huyendo de la producción de series, algo que era habitual entre otros pintores del mismo movimiento artístico.

Más información: Gagosian [en], The Art Story [en], New York Times [en], Vulture [en].